Tiempos de cambio en la pintura de El Bosco y Brueghel el Viejo

Ahora que lentamente nos vamos adentrando en el invierno, que los días se tornan casi noches y que el año ya llega a su fin es un buen momento para el recogimiento y la reflexión sobre el tiempo que nos ha tocado vivir.
Más aún en este año 2020, que recordaremos como un punto de inflexión en nuestras vidas y sociedades. Tal como vengo advirtiendo desde hace tiempo, nos encontramos en un momento de transición hacia un nuevo mundo y ya sabemos que todo tiempo de cambio es turbulento por naturaleza.
Precisamente por este motivo me parece que este es un momento ideal para volver a mirar al pasado a través de la pintura. ¿Y qué mejor que hacerlo con obras de dos grandes genios del Renacimiento flamenco: El Bosco y Brueghel el Viejo?
No hay cosa más certera que la transformación permanente del mundo. Heráclito el Oscuro, célebre filósofo de la antigua Hélade, ya nos advertía de esta simple pero a veces olvidadiza realidad: nadie puede bañarse dos veces en las mismas aguas.
Todo es cambio, todo es movimiento; la energía se transforma permanentemente.
Sin embargo, no es menos cierto que determinados períodos de la historia son especialmente turbulentos. Se trata de siglos, de décadas, de años incluso, en los que los acontecimientos se suceden a una velocidad de vértigo. Períodos como el que vivieron Hieronymus Bosch (1450-1516) y Brueghel el Viejo (1525-1569).
No siempre sucede que una época de turbulentos cambios coincida con la maestría de artistas de la talla de los artistas antes mencionados, que no sólo destacan por su dominio de la técnica y su evidente capacidad plástica, sino que además poseen el misterioso talento de evocar los temores de un tiempo y lugar y de reflejar su realidad material y espiritual.
Cuando esto ocurre nos encontramos frente al artista total y la obra de arte pasa a ser un testimonio histórico de primer orden, acaso más que ciertos documentos burocráticos o relaciones de hechos rubricados por la autoridad.
En efecto, estos dos genios vivieron durante un momento muy especial de la historia, a saber, el nacimiento del mundo moderno y del capitalismo primitivo. Sabemos que todo parto implica dolores agudos y éste, el del nuevo mundo capitalista o modernidad, no fue una excepción.
Tendemos a pensar alegremente que todo cambio o “progreso” implica necesariamente una mejora inmediata y, siguiendo esta estela, es habitual asociar el siglo XVI al Renacimiento, al Humanismo, al esplendor artístico y a la decadencia del feudalismo, en definitiva, a la luz.
No obstante, detrás de las espléndidas obras del Renacimiento italiano, de los suntuosos palacios flamencos y del auge mercantil que se extendió desde Flandes hasta el norte de Italia pasando por la Borgoña francesa, se encierra o, mejor dicho, se esconde una realidad de sufrimiento y de miedo que, con raras excepciones magistrales como las del historiador e investigador Jean Delumeau, suele quedar en el olvido.
La última mitad del siglo XV y primera del siglo XVI constituyen el epicentro del fascinante período que se extiende desde la peste bubónica de 1342-53 hasta la Paz de Westfalia de 1648. Tres siglos que presencian la muerte del sistema feudal, el descubrimiento de un nuevo mundo, el nacimiento del moderno sistema-mundo capitalista (en términos del historiador francés Fernand Braudel), el surgimiento del estado moderno en sus distintas vertientes y la Reforma protestante. Semejante marea de cambios tenía que dejar una huella indeleble en espíritus curiosos y avanzados de su época. Es el caso de Brueghel el Viejo, que se inserta claramente en la tradición de El Bosco, el primer gran profeta del nuevo tiempo.

En las obras “El jardín de las delicias” y “el Triunfo de la muerte” es imposible no ver la plasmación de la angustia existencial ante la muerte, exacerbada por un acervo de vivencias colectivas e individuales que debieron de impactar en las mentalidades de toda la sociedad en general y, muy especialmente, del pueblo llano, es decir, de la población no privilegiada. Es difícil no intuir en el paisaje de tonos ocres, oscuros y anaranjados que se hunde en el horizonte de ambas obras el miedo ante el futuro. Un futuro incierto marcado por las tres plagas de la época: el hambre, la guerra y la enfermedad.
Se trata de un oscuro horizonte más cercano a la realidad y a la cotidianidad de lo que pensamos habitualmente. En este sentido, convendría no olvidar que cuando Brueghel nace en 1526 sólo había transcurrido un año desde el fin de las guerras campesinas en Alemania, que dejaron un innumerable reguero de cadáveres y una Alemania traumatizada; los conflictos de religión empezaban a asolar los territorios del Sacro Imperio Romano Germánico, incluyendo Flandes; y la peste y la enfermedad seguían siendo el flagelo inseparable con el que la guerra y el hambre terminaban de castigar a la población campesina.
El paisaje apocalíptico de ambos cuadros refleja las inquietudes de toda una época, protagonizada por los movimientos subversivos de tipo místico influenciados por las visiones del calabrés Joaquín de Fiore, que encontraron en la tensada y depauperada sociedad europea de la baja edad media y de la primera modernidad un suelo extremadamente fértil. Nombres como el de los “espirituales”, los “flagelantes”, “Konrad Schmid”, “Jan Hus”, “Thomas Müntzer” o “Juan de Leyden” son suficientes para evocar la atmósfera de miedo, esperanza, fanatismo, rabia e impotencia que se plasman perfectamente en “el Triunfo de la Muerte” de Brueghel el Viejo y también en “El Jardín de las Delicias” de El Bosco.
Otro aspecto que destaca en ambas obras es la ironía mordaz de sus autores, imbuida de una profunda crítica social contra la desigualdad y las jerarquías, especialmente la iglesia y la nobleza. La crítica social se refleja en el “Triunfo de la muerte” a través de la representación de miembros de la nobleza perseguidos por la muerte, imagen que ilustra la futilidad de los honores terrenales y la intrínseca igualdad del ser humano a la hora de enfrentarse al fenómeno más definitorio de nuestra vida, la muerte.
En el Infierno de “el Jardín de las delicias” vemos también este recordatorio a través de la presencia de elementos alegóricos vinculados con la iglesia en el primer plano de la tabla.
Por otro lado, sorprende la riqueza y detallismo de ambas, especialmente en el panel central del tríptico de El Bosco, con una profusión magnífica y fascinante al mismo tiempo de símbolos y detalles claramente alegóricos que conectan nuestra mente con el riquísimo universo simbólico medieval, donde lo mágico y lo onírico no se distinguía aún claramente de lo que hoy en día consideraríamos realidad. En este sentido conviene evocar la importancia del mundo de los sueños en la cosmogonía medieval, tal y como se refleja en su literatura, por ejemplo en obras como el Perceval de Chrétien de Troyes, el Libro de la Rosa de Guillaume de Lorris y Jean de Meung, en la Divina Comedia de Dante o en los bestiarios que adornan profusamente las catedrales y que ilustran los manuscritos medievales.
Finalmente, es difícil no percibir en “El Jardín de las Delicias” el anhelo de volver a la Edad Dorada mítica presente en la mayor parte de tradiciones culturales de la humanidad y, sobre todo, de superar una realidad muy cercana a los tonos oscuros y a la brutalidad que se refleja en la representación del Infierno.
Cuando contemplamos el panel central de esta obra es imposible no evocar las ideas místico-religiosas que agitaron la mente del hombre medieval. En efecto, la idea de otra vida en la que no habría necesidad de riqueza, propiedad o trabajo para obtener alimento y abrigo después de la llegada del Reino de Dios obsesionó la mente del pueblo europeo durante siglos y fue usada por movimientos como el de los espirituales y los fraticelli en el siglo XIV, los taboritas en el siglo XV o el de distintas sectas anabaptistas durante el siglo XVI.
Volviendo al turbulento tiempo presente y sombrío futuro que se avizora en el horizonte, las lecciones eternas de estas obras sirven más que nunca para iluminar de nuevo nuestra vida.
La fragilidad de la vida nos vuelve a acechar ahora, justo cuando pensábamos que el progreso científico-técnico nos hacía casi invencibles, trayendo de nuevo a la palestra la célebre sentencia del escritor latino Terencio: “Nada humano me es ajeno”.
Finalmente, y tal como nos demuestran los albores de la Modernidad, la idolatría de la técnica, de la ciencia y de los nuevos ídolos embozados en la capa del progreso no logra ocultarnos una verdad incómoda, a saber, que el progreso técnico y las nuevas ideas también pueden servir para aplastarnos y oprimirnos. Sólo me queda una duda. ¿Aparecerá alguien del talento de estos genios para plasmar las inquietudes de nuestra época? Cada Era tiene sus profetas.