Lepanto. ¿Salvó España a Europa?

En el nuevo número de Laus Hispaniae, revista de historia de España, Luis E. Íñigo publica un artículo en el que se pregunta qué habría sido de la Cristiandad si la victoria en Lepanto se hubiese decantado del lado del imperio otomano. Según el autor de Vae Victis, la derrota de la Liga Santa, encabezada por la monarquía hispánica, habría abierto las puertas de Occidente a los barcos turcos. Sin la presencia de las galeras españolas, los otomanos se habrían apoderado primero de Creta y luego del resto de las posesiones venecianas, para ocupar, después, casi con toda seguridad, la propia Venecia. Todas las islas del Mediterráneo occidental habrían caído una a una, ofreciendo a las escuadras otomanas valiosas bases desde las que lanzar violentos ataques contra tierra firme. La misma Italia, sin la protección de las armadas españolas de Nápoles y Sicilia, habría caído más tarde en manos turcas, mientras que el litoral francés y español habría quedado arrasado a consecuencia de las razzias turcas.

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Luis E. Íñigo

Mediado el siglo XVI, si algo estaba claro en la guerra total por el control del Mediterráneo que venían librando otomanos y españoles, era que los primeros estaban a punto de ganarla. En tierra, la Sublime Puerta había sometido a su control la mayor parte de Hungría y seguía amenazando Viena; en el mar, los desastres hispánicos se habían sucedido en los años anteriores con una cadencia alarmante. En 1538, una insospechada derrota de la Santa Liga en la bahía de Préveza había destruido la confianza mutua entre las potencias navales cristianas, alejando por mucho tiempo la posibilidad de una nueva alianza. Tres años después, la fallida tentativa de Carlos V de tomar Argel había dejado patente la palmaria incapacidad de la España imperial para planificar y ejecutar una gran operación anfibia en el norte de África. Como consecuencia de ello, la ciudad magrebí se había convertido en la meca de los aventureros sarracenos y los conversos renegados, pues el éxito creciente de los piratas berberiscos había propalado la especie de que no había manera más sencilla y rápida de hacerse rico que robar cristianos. El pánico se había extendido por las costas españolas e italianas. Los piratas llegaban sin avisar, lo arrasaban todo y se embarcaban con el botín sin que los hombres del rey hubieran podido hacer nada por impedirlo.

A pesar de ello, los últimos años del reinado de Carlos V no presenciaron intento alguno de recuperar las posiciones perdidas. El césar, absorto en los graves conflictos religiosos desatados en el seno del Imperio, no parecía tener tiempo. Así las cosas, la situación no hacía sino empeorar año tras año, al ritmo al que disminuía la construcción de galeras, se multiplicaban las incursiones berberiscas, y caían en sus manos los presidios norteafricanos, preciosos eslabones de la única cadena capaz de proteger las costas europeas. Trípoli se perdió en 1551; Bujía, en 1555. Hacia 1556, cuando Felipe II sucedía a su agotado padre en el trono de las Españas, no quedaban en sus manos, amén de Melilla y el pequeño bastión de La Goleta, frente a la ciudad de Túnez, sino las plazas de Orán y Mazalquivir. La amenaza berberisca había alcanzado tal intensidad que el estratégico comercio español en el Atlántico empezaba a correr peligro, pues las insolentes naves de los piratas se aventuraban ya incluso al otro lado del estrecho de Gibraltar. Nadie parecía capaz de impedir el desastre.

Los primeros años de Felipe II no supusieron un cambio sustancial. Absorbido por las guerras con Francia, tampoco él miraba hacia sus costas. Cuando por fin lo hizo, firmada en 1559 la paz de Cateau-Cambresis, se enfrentó al problema de manera precipitada, con el único efecto de sumar una nueva derrota al funesto historial legado por su padre. El Desastre de Los Gelves, en las cercanías de Trípoli, en mayo de 1560, tan doloroso para los españoles que quedó recogido en poemas de Garcilaso y Góngora y en el popular Lazarillo, tuvo, sin embargo, el efecto de hacerle recapacitar. Toda una época parecía tocar a su fin y solo el rey Felipe podía impedirlo.

Por suerte, el joven monarca comprendió al fin dónde se hallaba el problema y decidió resolverlo. Durante el reinado de Carlos I apenas 50 galeras del rey habían salido de los astilleros. En los diez años que transcurren entre Los Gelves y Lepanto, serán 300 las construidas por encargo de Felipe II. La movilización de recursos, facilitada por la plata del Potosí, que comenzaba entonces a afluir a las arcas españolas, fue ingente. Técnicos navales de toda España fueron llamados a trabajar en las Reales Atarazanas de Barcelona. Pertrechos de Europa entera, desde los mástiles de sólida madera del Báltico y de Flandes a los remos de Nápoles, pasando por los afamados arcabuces y picas de las ferrerías vascas, afluyeron a la Ciudad Condal. Se trataba de la primera ocasión en la que un monarca español diseñaba una política naval coherente y orientada hacia un objetivo claro: había que derrotar al turco o el turco acabaría con España.

En la década siguiente, los triunfos y los reveses se alternaron, pero la moral española se recuperó. En 1565, el humillante fracaso otomano en su intento de conquistar Malta la elevó sobremanera. Luego, la suerte pareció ponerse del lado hispano. En 1566 moría Solimán. Su sucesor, Selim II, era un hombre mediocre, más dado al placer que a la política. El imperio que heredaba no parecía tampoco en su mejor momento. Entre 1566 y 1568, una terrible hambruna asoló Egipto y Siria; la misma capital, Estambul, sufrió una grave escasez de pan; la peste bubónica hizo estragos por doquier, y los árabes se mostraron reacios a aceptar el dominio otomano: al norte de Basora estalló una revuelta y en Yemen se organizó una verdadera revolución.

El inicio de la rebelión morisca de las Alpujarras, en 1568, terminó de convencer a Felipe II del carácter estratégico de la lucha en el Mediterráneo, de cuyas aguas podía llegar ayuda para los rebeldes. Por ello, no solo envió a su medio hermano Don Juan de Austria a reprimir la rebelión, sino que incrementó la construcción de galeras y se preparó para un enfrentamiento directo con los turcos. La suerte le deparó enseguida un casus belli. El 28 de marzo de 1570, Venecia recibió un ultimátum: «Exigimos de vosotros Chipre ―decía el documento―, que deberéis entregar voluntariamente o por la fuerza; y no irritéis a nuestra terrible espada, porque os haremos la guerra más cruel por todas partes, ni confiéis en vuestras riquezas, porque haremos que escapen de vosotros como un torrente…». La negativa fue terminante. Los cristianos se unirían y plantarían cara a los turcos. El 27 de junio, la flota otomana levaba anclas rumbo a Chipre.

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