Francia en la encrucijada

Los terribles acontecimientos en Francia durante estas últimas semanas: el asesinato brutal de un profesor de historia a la salida del instituto donde trabajaba por parte de un joven checheno y el atentado de Niza, en el que un terrorista islamista de origen tunecino asesinó a tres personas en el interior de la catedral de esta ciudad, han puesto de manifiesto el gravísimo problema que el creciente peso del islamismo representa para la estabilidad de Francia y de Europa occidental.
Por si quedaban pocas dudas sobre la magnitud del problema, la reacción complaciente de destacados líderes político y religiosos de países musulmanes, que desde Islamabad hasta Ankara pasando por Malasia y Bangladesh han justificando los atentados en Francia, ha puesto de manifiesto el preocupante apoyo de una parte significativa de la élite política, no digamos ya religiosa, de los países musulmanes hacia este tipo de actos.
Sólo hace falta leer lo que han dicho los máximos dirigentes de Turquía, Paquistán y Chechenia, que han acusado a Macron de terrorismo y han mostrado (es el caso del Presidente checheno) comprensión por la acción del joven checheno que decapitó al profesor Samuel Patty.
Incluso el ex primer ministro malayo ha llegado a justificar la muerte de millones de franceses en venganza por los crímenes cometidos en el pasado.
A este problema hay que sumarle dos más: por un lado, el más que evidente choque entre dos formas de entender el mundo, la secular y la religiosa; y, por el otro, la intolerancia patente, cuando no animadversión, de la mayor parte del mundo musulmán hacia las demás religiones y, especialmente, hacia un cristianismo percibido como rival, tal como quedó ejemplificado en la propia Europa a finales del siglo XX en los conflictos de Yugoslavia y Chechenia, donde la población cristiana, sobre todo la ortodoxa, fue perseguida sin ninguna piedad por parte de la comunidad islámica y sus líderes.
A diferencia de lo sucedido en anteriores atentados, esta vez el gobierno francés y su Presidente, Emmanuel Macron, han verbalizado el problema que la mayor parte de la clase política ha estado ocultando durante años y décadas, a saber, que los atentados de cariz islamista no son simples casos aislados atribuibles a desequilibrados mentales que de repente se radicalizan, sino que responden a un proceso rampante de radicalización más general de la numerosa comunidad islámica francesa, conformada principalmente por población de origen magrebí, subsahariano y turco, y que, según diversas estimaciones, podría llegar a representar más del 10% de la población francesa (aproximadamente seis millones).
En efecto, la raíz del problema tiene que ver con la existencia de un segmento de población muy relevante en el seno de esta comunidad que tolera los comportamientos y discursos radicales y que los propicia con su actitud complaciente. Un fenómeno parecido se produjo en el País Vasco, donde tal como explica el historiador Antonio Elorza, hasta un 20% de la sociedad vasca en determinados momentos llegó a simpatizar o a justificar la actividad terrorista de ETA y en el que una minoría destacable colaboró de un modo u otro con esta organización y su entorno, sobre todo en zonas rurales donde los terroristas no hubieran podido esconderse sin la complicidad de una parte del pueblo.
Uno de los factores que juega a favor de la radicalización es el choque entre el laicismo militante del estado francés y la cosmovisión islámica, reacia a la separación entre el estado y la religión y que percibe al secularismo imperante en la sociedad francesa y europea occidental como una agresión a sus valores.
Ello pone de manifiesto el evidente fracaso del multiculturalismo propugnado por el establishment europeo, basado en apriorismos abstractos que desprecian tanto la importancia y complejidad de las cosmovisiones religiosas en la vida de los creyentes como el valor que la identidad reviste para la mayor parte de naciones europeas.
Han jugado a aprendices de mago creyendo erróneamente que los pueblos eran sólo una constitución y tratando a sus habitantes como simple mercancía intercambiable sin más motivación que los intereses materiales.
En este sentido, convendría no olvidar que el laicismo francés se construyó a lo largo del siglo XIX, sobre todo después de la caída de Napoleón III y la proclamación de la Tercera República, en contra del catolicismo. En el siglo XIX la lucha terminó con la expulsión del catolicismo de la esfera pública.
Ahora Macron, cuando por fin parece despertar de su ensoñación multicultural, intenta repetir la misma jugada con el Islam. Sin embargo, intuyo que con éste el combate no será igual de fácil, especialmente teniendo en cuenta la sociedad de redes en la que estamos inmersos, el enorme peso demográfico del mundo musulmán, su creciente influencia en Europa y el rol de países como Turquía, Qatar, Arabia Saudita o Marruecos, que no renunciarán a usar esta palanca para influenciar en la política europea y francesa.
Volviendo al fracaso del “multiculturalismo”. Hay que subrayar que de ello ya hablaron hace más de diez años tanto Ángela Merkel como David Cameron y Nicolás Sarkozy, los mismos dirigentes que posteriormente se olvidaron de sus palabras y empezaron a criticar y a estigmatizar a aquellas fuerzas políticas y especialistas que advertían del peligro de transformar sociedades homogéneas en nuevas Torres de Babel y del riesgo de convertir a Europa en un campo de batalla entre la civilización europea y la civilización islámica.
De hecho, la historia nos muestra que el Islam, desde su aparición, no puede considerarse bajo ningún concepto un amigo ni de la civilización europea ni del cristianismo y que la mayor parte del tiempo las potencias europeas cristianas e islámicas han estado en lucha.
Es cierto que han existido períodos de paz y de frágil coexistencia, pero estos han sido la excepción que confirma la regla y ello no debería extrañarnos si tenemos en cuenta que uno de los objetivos del Islam es la sumisión de todos los infieles a Allah y el reconocimiento de Mahoma como su profeta. En último término un musulmán siempre considerará que un infiel es una persona equivocada y susceptible de ser convertida, más aún si éste es ateo, tal como sucede en gran medida en Europa occidental.
Por otro lado, el mundo arabo-musulmán, a diferencia de lo que sucede en Europa, que se avergüenza de su propia historia y raíces cristianas, mantiene muy vivo el recuerdo de su historia y no olvida ni las Cruzadas ni la pérdida de Al-Ándalus ni el final del Imperio Otomano ni el humillante control colonial establecido en el norte de África y Oriente Próximo por parte de Reino Unido y Francia desde la segunda mitad del siglo XIX y hasta la primera del siglo XX. Ya hace tiempo que tanto allí como aquí las uvas de la ira y del resentimiento van madurando.
La realidad es tozuda y, tal como advirtieron intelectuales de izquierda poco escuchados como Giovanni Sartori y demuestra el ejemplo francés, la coexistencia de las instituciones políticas europeas, del laicismo y del cristianismo con el Islam sólo es posible cuando en el seno de la sociedad el número de musulmanes es reducido y no existen áreas donde el islam domina demográficamente.
Ha sido un fracaso estrepitoso la tentativa de combinar laicismo y libertad de expresión con la permisividad ante fenómenos como la formación y financiación de imanes en el extranjero (especialmente en Qatar, Arabia Saudita y Turquía) o la creación de auténticos enclaves étnicos en los que, tal como denunció el ex alcalde de Lyon y ex ministro del Interior, el socialista Gérard Collomb, la policía tiene dificultades para entrar y donde el mensaje radical va calando hondo con la ayuda de estos mismos imanes.
El propio Collomb reconoció el riesgo de un conflicto étnico y religioso en suelo francés si la situación no se revierte antes de cinco años y se postuló a favor de parar los flujos migratorios hacia Francia.
Parafraseando al gran periodista catalán Eugenio Xammar testigo del ascenso del nazismo en la Alemania de los años veinte, hemos dejado que el huevo de la serpiente criara en nuestra casa sin prestarle ningún interés.
Es interesante recordar que hace poco más de un mes el Presidente Macron anunció que urgía crear un Islam francés y acabar con el separatismo islamista, formar a los imanes a nivel nacional sin injerencia extranjera y perseguir de forma decidida a las organizaciones más radicales.
Poco tiempo después de este anuncio se levantó en todo el mundo islámico una ola de críticas violentas contra el gobierno francés que no hacen más que confirmar las sospechas del Presidente francés sobre la existencia de proyectos de subversión del orden por parte del Islam político, especialmente de la Hermandad Islámica, con el fin de establecer zonas de control islámico en el corazón de Europa.
La escala de la reacción, junto con los atentados de las últimas semanas y el posicionamiento hostil hacia Francia de estos mismos líderes, indica que la política de Macron podría comprometer ciertos intereses ocultos vinculados con las ambiciones proselitistas del islam político más radical y con la obsesión de potencias como Turquía que pretenden usar a la comunidad musulmana como vector de influencia en la política europea.
No olvidemos que el Presidente turco es declaradamente islamista, pertenece a la Hermandad Musulmana y que mantiene estrechos vínculos con Qatar y con organizaciones extremistas como los Lobos Grises (ultranacionalistas turcos e islamistas), también presentes en Francia, Holanda, Alemania y Austria entre la minoría turca, o el Frente Al-Nusra en Siria.
En este sentido, cabe señalar la organización bajo la égida de Turquía de partidos islamistas en países como Holanda, donde ya tienen representación parlamentaria, Suecia o Francia, donde algunas listas ya se presentaron en los comicios locales de hace dos años.
Evidentemente, esta creciente influencia de Turquía a través de la minoría musulmana no puede dejar de incomodar y preocupar a una Francia que ha chocado repetidamente con este país durante los últimos meses, tanto en Libia como en Chipre, por el control de los recursos energéticos y el posicionamiento geoestratégico en el Mediterráneo oriental.
Pase lo que pase, lo cierto es que los atentados de signo islamista en Francia y el resto de Europa tienen pocos visos de remitir y que la tensión entre el estado francés y la comunidad islámica no hará más que incrementarse en los próximos meses, tal como demuestra el desmantelamiento estos últimos días por parte de la justicia y la policía francesa de distintas organizaciones islámicas acusadas de extremismo.
En efecto, el factor islámico es ya una inquietante realidad política de la que depende el futuro de Europa, quizás incluso su supervivencia. El tiempo de mirar hacia otro lado se agota.
¿Estaremos esta vez a la altura de la historia?