Columna de La Reconquista | ¡Yo no soy como los demás!

Es frecuente, estimado señor lector, encontrarnos con personas que se creen mejores que los demás –generalmente con un muy amplio margen de error, comenzando porque el orgullo en la autopercepción (y no me refiero a eso que llaman «género») está basado en falsedades y mentiras–, y que por ello se dedican a ofender y descalificar a quien piensa o actúa en forma diferente.

Déjeme comenzar, le ruego, con un ejemplo sutil pero habitual: cuando lo antedicho sucede en un matrimonio, ni el esposo ni la esposa aceptan sus errores, sino que sólo culpan a la otra parte, y así nunca se puede construir la paz y la armonía familiar. Sólo se escuchan ofensas, descalificaciones, insultos y se llega fácilmente a una separación –en el mejor de los casos, puesto que hoy en día la vía rápida es la destrucción de la unidad familiar, del vínculo matrimonial, mediante el divorcio–. Reitero a usted que no hay peor engaño que el orgullo, que juzga y condena sin piedad a los demás, y no advierte (¡ni por asomo!) sus propios defectos, errores, realidades, actitudes y carencias.

Otro ejemplo pudiera darse en el ámbito de la fe. Cuando un creyente se considera perfecto en su fe, intachable en su vida moral y muy fiel a Dios, y condena con un rigor rayano en el fanatismo a quienes expresan su fe de otra manera. Algo así sucede con quienes hacen consistir su religión sólo en su compromiso social (estilo ONG, con puro activismo), importante, sin duda, pero rechazan a quienes insisten más en la oración, la formación, la vida sacramental y litúrgica. Estas divisiones son tristes y preocupantes. Está sucediendo entre los partidarios de los “sínodos de la sinodalidad” bergogliana, presuntamente ávida de “diálogo” e “inclusión”, de “amor ecológico” y de “integración” (aun cuando se corte, metafóricamente, la cabeza a quien discrepa en materia de tradición eclesial, liturgia, rito, vida espiritual, etcétera), y quienes no ven sentido a un diálogo estéril que solo busca apartarse de la moral, la tradición, la Sagrada Escritura y el Magisterio (que son los pilares de la Iglesia, como se nos ha enseñado siempre). En el pasado acaeció algo similar entre católicos y protestantes, cuando los segundos se basaron en la subjetiva interpretación de la Biblia y los primeros mantuvieron los tres pilares de la catolicidad –y pudiera decirse muy válidamente que “de aquellos polvos, estos lodos”, puesto que el subjetivismo moral nace en religión con la malhadada reforma de Martín Lutero, tan condenada por siglos hasta que ahora, en nombre de esa preconizada “reconciliación” hemos visto la imagen del heresiarca y cismático en el Vaticano, y escuchado alabanzas a su espíritu de aggiornamento avant la lettre, en boca del propio Obispo de Roma (“cosas veredes, amigos Sancho, cosas veredes!”).

Sin embargo, mi estimado lector, es en política donde más vemos ese orgullo satánico, esas actitudes vanidosas y dictatoriales de algunos gobernantes, que son lo que más destruye la paz social, la prosperidad y todas las ramas de subsidiariedad estatal, desde la educación o la sanidad hasta la seguridad pública o la economía doméstica. De hecho, bien sabemos que hay quienes presumen de ser intachables y culpan a otros partidos y gobiernos de todos los males que padece la amada Patria. Conocemos muy bien a políticos que no aceptan sus propios errores ni responsabilidades, y que cuando se les confronta con la veracidad de datos que contradicen sus afirmaciones, proceden a insultar, descalificar y a hacer cuanto esté en su mano tenebrosa para destruir al osado ciudadano o adversario que les confronta frente a sus miserias, mentiras e ineptitud. Y, aun así, ¡magna stultitia!, tienen cantidad de seguidores que pareciera que no advierten esa soberbia prepotente tan dañina y violatoria de la dignidad humana, del bien, de la verdad y la justicia de quienes vemos la realidad desde otros puntos de vista. ¡Quizá sea por los beneficios económicos que reciben! Considero que no hay que dejarse “comprar” por dádivas gubernamentales –llámeles usted “subvenciones”, “programas”, “chiringuitos”, “subsidios”, “apoyos” o “ayudas”, casi siempre destinadas a quienes menos lo necesitan o más extraños son a la Patria– y ser libres para escoger las mejores opciones a la hora de elegir.

Y es que, claro, ¡yo no soy como los demás!, porque cumplo lo que prometo en las campañas electorales… ¡Yo no soy como los demás!, porque tengo coherencia entre mis principios, ideas y actos… ¡Yo no soy como los demás!, porque nadie influye sobre mí a la hora de tomar decisiones… ¡Yo no soy como los demás!, porque cumplo la ley justa y alzo mi voz contra la injusticia y la legislación abusiva… Y un largo etcétera. Señores políticos, ¿suscribirían, en plena verdad y honestidad, las afirmaciones anteriores? Fíjense ustedes que en algunos países hermanos de Hispanoamérica, cuando protestan (prometen o juran) su cargo público, añaden: “y si así no lo hiciere, que la sociedad me lo demande”. Dejando de lado que en el 99% de los casos meramente es formulismo legal, ¿está usted dispuesto a ser demandado por los ciudadanos, sus electores, los habitantes de esta Nación otrora grande y libre (hoy ínfima y esclava por actuaciones de personas dedicadas a la política, ya sea por su ignorancia, incapacidad, mendacidad, compromisos políticos, inclusión de terroristas en nombre de la “democracia”, permisión de traidores separatistas en nombre de la “justicia e igualdad”), además de estar dispuesto a purgar posibles mentiras, negligencias o abusos con su patrimonio y bajo sentencia judicial?

De ser así, pero auténticamente así, le felicito, puede usted quizá tener mi voto. Pero si es usted “como los demás”, que hablan y hablan y hablan, prometiendo sol, luna y estrellas, apoyos y beneficios, con tal de obtener un sufragio, no cuente conmigo… Un estimado profesor de oratoria que tuve a inicios del presente siglo nos decía: “Si no pueden resumir en dos minutos lo que han disertado en media hora, o bien mienten, o bien no saben qué han dicho” (ciertamente, no les dio clases a los ungulados P. Sánchez, Y. Díaz, I. Belarra, etcétera). En palabras de San Bernardo, esto brevis et placebis! (sé breve y agradarás). La verdad no necesita más palabras que un “sí” o un “no”, dejando la empanizada dialéctica para momentos recreativos.

Hay quienes afirman que la memoria es corta, y pudiere ser cierto, pero para quienes tenemos auténtica memoria histórica no ha lugar tal afirmación, porque recordamos el mal perpetrado para buscar reparación, sanción y justicia. Si usted va a pedir mi voto alegando eso de que: “¡yo no soy como los demás!”, primero le trataré como a los demás para después poder sopesar, ponderar y emitir aserto a su dicho. Mientras tanto, solo le ruego que no mienta a costa de la credulidad de los ignorantes, la apatía de los necios, la bondad de los sumisos y la pobreza de la Patria, hasta que lo demuestre con acciones (preferentemente previas, como la experiencia y coherencia en asuntos públicos y privados, si me permite la sugerencia). Considero que no es demasiado pedir…

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