Se atribuye, señor lector, al Rey Luis XIV de Francia, el Rey Sol, haber pronunciado en el Parlamento de París la frase: L’État c’est moi, yo soy el Estado. Tal expresión ha sido considerada la encarnación más pura del absolutismo regio de aquella época… y podríamos decir que sirve perfectamente para describir la época actual, cuando un gobernante legal (aunque ilegítimo, y mucho menos “regio”), presuntamente de carácter democrático, se sirve del poder del Estado como si fuera una atribución propia, cual oclócrata, tirano o dictador –al más puro estilo de sus degenerados ejemplos ideológicos como Stalin, Castro, Morales, Lenin, Ceaucescu y adláteres– y procede a socavar la división de poderes, la fortaleza moral y la autonomía económica de la pobre nación que, llena de votantes ingenuos –o interesados de manera personal o desinteresados y apáticos, lo mismo me da, puesto que sabiamente recuerda el Refranero que “tanto peca el que mata la vaca como el que le agarra la pata”, y corroborado queda–, porque… “¿de quién depende la Fiscalía? ¿De quién depende? Pues eso…”.
Quizá por la elucubración de lo anterior llegóme a la memoria la letra (y su correspondiente melodía) de la ranchera del mexicano José Alfredo Jiménez, titulada “El Rey”, de la cual forman parte las palabras que intitulan esta columna. “Y mi palabra es la ley” es lo que algunos cantan –y piensan y creen– con todo el corazón, reflejando sentimientos que se llevan en lo más profundo del alma. El título de la canción es inequívoco: yo mando, aquí se hace lo que yo digo, nadie está sobre mí…
En verdad, estimado señor lector, ¿en quién piensa o ha pensado usted al leer esas palabras? Creo que no será en Pericles (fundador de la democracia ateniense), ni en el citado Luis XIV de Francia, sino en alguien mucho más cercano en el tiempo y en el espacio (y mucho más nefasto), catalogado como la peor pandemia que ha sufrido nuestro País, el linfoma cancerígeno más pernicioso en la vida pública de la Patria en luengos siglos, la más pestilente y pútrida gangrena en el rostro de la Nación otrora gloriosa, y hoy llorosa, que es España: Pedro Sánchez, o P. Sánchez, o como guste –he leído autores que le tildan de “Su Sanchidad”, de “Satánchez” o de “Pinochísimo”, pero no entraré en apelativos tales, suficiente es con la muy objetiva realidad de que “su persona” está destrozando España–.
Y claro, emulando al citado y reputado P. Sánchez, como adhesivas rémoras, también tenemos todo un complejo conjunto de gobernantes de todos los niveles –dígales alcaldes, diputados, concejales, ediles, senadores o cualquier mediocre que ha obtenido por el sudor de su entrepierna (con perdón) o el “dedazo” del amigote del lupanar de turno– que reflejan diariamente lo que expresa la referida melodía: ellos son los “reyes” y su palabra es la “ley”. En sus alocuciones, mítines e intervenciones deciden lo que les parece adecuado según su interés e ideología, falseando la verdad, sin tomar en cuenta otras voces, sin preguntar opiniones a los expertos, y saltándose incluso las leyes vigentes (porque, ya sabe usted, “y mi palabra es la ley”).
Aunado a ello, claro está, todos sus “palmeros” y colaboradores tienen que hacer malabares para al mismo tiempo que aplaudir como focas (¡discúlpenme tales honrados fócidos pinnípedos!), deshacer los entuertos de su “jefe”, porque, de lo contrario, corren el riesgo de que les quite el trabajo. Por supuesto, como vulgares “okupas” del funcionariado público, con tal de no quedarse en la calle, tienen que aguantar las arbitrariedades de P. Sánchez y su camarilla de aberrante confianza. Por ello, le aseguro que, aunque éste hable de democracia, es lo que menos practica: no es un demócrata, sino un autócrata. No es un “luchador social” sino un vividor social. No es un político sino un politiquero. No es, en definitiva, una persona honrada, sino un malhechor descarado, petulante y mitómano. Aunque, ciertamente, ha logrado pasar a la historia, sí… como sus admirador tiranuelos y sanguinarios dictadores citados en el primer párrafo…
¿Por qué en estos momentos, tras una moción de censura numéricamente abocada al fracaso, estoy escribiendo estas palabras? Porque, mi muy estimado lector, la memoria es flaca en demasía… para lo que queremos. Por lo general (y salvo muy honrosas excepciones de heroica caridad evangélica), si alguien nos debe dinero o nos ha causado una ofensa, no lo olvidaremos hasta el lecho de muerte (con esa memoria atribuida a los paquidermos). Ahora bien, todos los casos de corrupción, escándalo, prostitución, vejación, arbitrariedad, destrucción, mentiras y demás actuaciones de comitentes políticos –en especial socialistas y aliados de la rama “siniestra”, curiosamente– las olvidamos a una velocidad exponencialmente proporcional a la que desaparece el agua en una cesta de mimbre (o los fondos de las pensiones del Erario)… y, seguramente, por costumbre, inercia, tradición o imbecilidad, seguirán esos mismos políticos ocupando nuevamente sus cargos públicos en ulteriores legislaturas. ¿Sabe usted que hay unos cuantos diputados que no han salido del Congreso desde hace tres décadas? Pues eso… No está de más leer los curricula vitae y vida laboral en la página de transparencia del Congreso, se lo aseguro…
Así, en esta autocracia democrática consentida por un apático pueblo español, mecido por los cantos de las sirenas socialistas –casi como Odiseo en sus viajes–, se hace lo que el infame P. Sánchez quiere, pues su palabra es la ley, es el BOE, sin tomar en cuenta las verdaderas necesidades de la única Nación que es España. Los asesores y consejeros –válese decir “palmeros”, o plañideras a sueldo también en ocasiones– no tienen la audacia, valentía, carácter, testosterona o progesterona suficiente para expresarle opiniones contrastantes. Siempre prevale su autoridad, que si llega a oír las propuestas e inquietudes de su pueblo –creo que bastante estridentes y emitidas con frecuencia cada vez que osa aparecer en público–, no lo escucha ni lo toma en cuenta. Él es la ley, y es quien sabe –alce usted las cejas igual que yo, porque seguro estoy de su supina ignorancia tras haberle escuchado con cierta frecuencia en el Congreso– y es quien decide –aun cuando sea comprando la voluntad de los “aliados” separatistas, terroristas y quien fuere que tenga un voto para vender–. En este ambiente, es imposible un cambio, una mejora, una esperanza. Su propio cinismo incluso le delata, pero con esa cara llena de colágeno y de cemento armado nada hace mella en su prepotencia, egocentrismo y mitomanía.
“Y mi palabra es la ley” … El problema, como el de toda estupidez, es que es contagiosa, más que pandemia alguna… Y así, vemos a políticos de otros partidos que se apresuran a imitar la misma pose autocrática, procediendo a realizar “purgas” –laxantes, en algunos casos, y enemas bien aplicados– entre sus militantes y aspirantes a cargos (igualmente válido es leer “cargas”), como ha hecho A. Núñez Feijóo con todos aquellos que, con valentía y verdad han criticado la espuria ley del aborto: ¡erradíquense! Ya ve usted que P. Sánchez no está nada solo… La reputada “Yolandísima” otro tanto semejante ha hecho, pero tampoco lo veremos en titulares no noticieros ni tertulias, ni esperemos verlo.
La única palabra digna de ser “ley” es la que proviene de la auténtica justicia, hija de la verdad. La verdad que dimana del derecho natural, expresión de la ley natural, y, por ende, de la ley divina. Cuanto no sea esto, no es auténtico. Se parecerá a la verdad lo que un tornillo a una cigüeña (bueno, ambos tienen forma, peso y volumen, pero nada más). Si nosotros queremos atender a las verdades que se contrastan diariamente contra las mentiras “oficiales”, podremos seguir el camino correcto. De así no hacerlo, seremos “palmeros” pasivos, corruptos conniventes, cómplices silentes, cobardes ausentes, de todos los males que aquejan y seguirán aquejando a nuestra amada Patria.
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