Por supuesto que sí. ¡Viva la igualdad, y la libertad, y la fraternidad! Ya ve usted, estimado lector, cómo el lema de la Revolución Francesa (aunque alterando el orden de los abstractos sustantivos que lo conforman) ha llegado, finalmente, a ser parte de una columna de mi humilde autoría. No es que sea su servidor un revolucionario empedernido (aun haciendo constar que para algunas cosas lo soy, sin duda, ya que para otras algunos me tildarían de «reaccionario», por decirlo amablemente, o de «retrógrado», más peyorativo), pero sí soy racional.
Bien sabe, dilecto lector, que dediqué seis columnas en este diario digital de “Nuestra España” al tema de la dignidad humana, que podrían resumirse en pocas palabras: todos los que compartimos la misma naturaleza (humana) somos iguales en dignidad, al igual que, según las condiciones (de edad, de capacidad jurídica, etcétera), somos iguales en derechos y obligaciones, variando de qué derechos hablemos –es decir, si son auténticos derechos o son esta clase de «pseudo-derechos» que las ramas extraviadas del árbol político tendente al lado siniestro están fabricando como embutidos exprés, o quizá debiera decir “tofú” exprés, que al parecer el planeta demanda obligatorio el consumo de alimentos extraños y ajenos para la “dignidad planetaria” y zarandajas por el estilo–, así como de qué obligaciones debamos cumplir.
Las primeras líneas del párrafo antecedente son una tozuda realidad, digna de ser comparada a la terquedad de la obtusa presunta “inteligencia” de un “podemita” –no sé por qué este neologismo tiene reminiscencias de “sodomita”, quizá nacieron todos ellos cerca de Gomorra y Sodoma–, por mucho que se empeñen los politicastros en turno de querer cambiar con ilegítimas leyes –legales según el procedimiento, y hasta “legítimas” en el concepto positivista–. Porque, tal como van las cosas, los tiempos y las nuevas “realidades”, tiene más derechos la cría de gavilán que el embrión humano concebido, adquieren patente de corso los etarras terroristas –no para entrar en Estados Unidos, qué cosas– y depredadores sexuales –gracias a las leyes “irenitas”, que en nada siguen la etimología del nombre, puesto que eirene, en griego, significa “paz”, pero otro día lo comentamos– que un honrado trabajador que impaga sus impuestos por falta de liquidez, gracias al “fortísimo escudo social” en el que “no se deja a nadie atrás”, o que una familia numerosa en las cada día más abundantes “colas del hambre”…
Pero… no permita usted que divague, distrayéndome del tema principal: ¡Viva la igualdad! Esta reflexión es muy adecuada en el concepto de las “celebraciones” que se realizan el día 8 de marzo, Día Mundial del Enfermo (por su patrono, San Juan de Dios) y Día Internacional de la Mujer Trabajadora (por las circunstancias que bien conoce usted por la propaganda que se realiza, aunque nunca se especifica por qué se amplía a todas las damas, trabajen o no, aun cuando no voy a quejarme de ello, porque, como en Los tres mosqueteros de Alexandre Dumas, “uno para todos y todos para uno”, por lo que vaya la felicitación más sincera para ellas, así como para cuantos atienden a los enfermos, en su cuerpo y su espíritu, junto con la oración por los sufrientes).
La igualdad existe desde el mismo instante en que existe el ser humano, cuya realidad sexuada es únicamente masculina y femenino, al igual que en el resto de los seres creados (desde las flores, con sus pistilos y estambres hasta los animales superiores, aun cuando porten los hipocampos a sus crías o la mantis religiosa devore a su copulador). Las palabras creo que son claras. Incluso el Génesis bíblico refiere esta igualdad desde el momento de la creación con las palabras “hombre y mujer los creó” (Gn. 1,27). Si no es usted creyente, puedo recomendarle los estudios antropológicos y paleontológicos realizados sobre los restos de los pitecántropos, australopitecos y diversas evoluciones subsiguientes de los “homo” (erectus, habilis, faber, sapiens, etcétera), y le aseguro que ninguno se creyó diferente a lo que era –con esas nociones de «autoconcepto» y «autoidentidad» tan extrañas que hoy en día se atribuyen hasta a los cuerpos celestes, para catalogarlos como CIS, fluidos, binarios y leches en vinagre, ruego su perdón por el exabrupto–.
Innegable y triste es que, a lo largo de la historia, en la mayoría de las cosmovisiones (no solo en la occidental, también en la oriental e incluso en las indígenas de esos pueblos que al parecer hoy se ponderan como “mega-avanzados”), la mujer ha estado subordinada al varón, tanto en el “reputado” Código de Hammurabi –que algunos presumen afirmar como el antecedente más remoto de los derechos humanos–, como en el legalismo hebreo o el derecho romano (alieni iuris). Así ha sido, exceptuando algunos periodos de matriarcado en las religiones telúricas (y en el mito de las amazonas que relata Homero). La razón: la mujer era físicamente más débil, además que era la portadora de vida, por lo que debía ser protegida especialmente. Que esto derivase en velos, harenes, lapidaciones, prohibición de estudiar, brujería, etcétera, es, como tantas otras cosas que tenemos que sufrir hoy, debido a la ignorancia, al fanatismo o la brutalidad.
Lo anterior no quita un ápice de igualdad substancial, ni de igualdad en su dignidad. Es un aspecto cultural (y legal) que subordinaba a la dama a las labores que se consideraban más aptas en aquellos momentos, como el hogar, el cuidado, la atención, las labores más finas y exquisitas de costura, bordado y similares (además de la maternidad, que es la única que siempre será la más apta para la dama, privilegiada de tal forma en la labor co-creadora con Dios de la vida humana, con el concurso del varón, y permítame referir una frase de un liberal decimonónico, como lo era Benito Pérez Galdós, en sus Novelas de Torquemada, cuando afirma el autor que: “el hijo es lo que ordena la Naturaleza, el dueño de todos sus afectos y el objeto sagrado en que se emplean las funciones más serias y hermosas de la mujer”, aunque, claro, seguro que Galdós era algún «fascista» avant la lettre).
Por supuesto, la igualdad debe darse en todos los ámbitos donde la dignidad humana se desarrolla: en la toma de decisiones conjuntas dentro de la familia y en las relaciones sociales, en las relaciones laborales y económicas, en la fidelidad y respeto que, por mor y decencia, debemos a las promesas, los votos y los deberes naturales. Por ello es digno de aplaudir todo aquello que se reivindica en este plano: el de la verdadera igualdad, que no subordina ni supraordena, sino que coordina, combina y equipara. “A trabajo igual, salario igual”, reza el adagio del derecho laboral –aun cuando hay quien cobra muy bien sin trabajar, al igual que algunos trabajan demasiado sin cobrar, porque no se equiparan la ínclita labor de un profesor a la de un político, la de un policía a la de un oficinista de ONG, o la de un conserje a la de un ministro de ideología, cosas de la vida–.
Desgraciadamente, el mundo se ha vuelto del revés. Los que han querido, como los desgraciados de la confusión babélica, “asaltar el Cielo”, han perturbado y pervertido el recto orden natural de la igualdad y la dignidad, basadas en el respeto legítimo a la libertad natural y la fraternidad que nos debe aunar, convirtiéndolo en una sinrazón de “empoderamiento” (femenino), “techos de cristal”, “brechas salariales”, “feminicidios” y violaciones de los principios de presunción de inocencia, de legitimidad y probación debida. De hecho, si algo debiera resaltarse, como dijo el Crisóstomo, es que la mujer es superior al hombre pero por su materia (no fue creada de polvo, sino de la costilla, lo más cercano al corazón), su capacidad (dar vida siendo vida) y su virtud (que edifica imperios domésticos y externos). Pero si como ejemplo de virtud y decencia femenina se me dice eso de que: “sola y borracha quiero llegar a casa”, dadas las circunstancias sociales y violencia ciudadana, no sé si llegaría tal dama muy sola (quizá con un bebé en la barriga, que desconoce por la melopea adquirida y la soledad triste de una vida de vicio y desenfreno, además de haber quizá recalado en cuantas “casas” haya sido llevada en sus etílicos humores).
La igualdad requiere equidad y paridad, sí, pero en las acciones que sean idénticas, porque realizar discriminaciones afirmativas en base a la distinción de sexos viola la dignidad auténtica, pervierte los objetivos y adultera los fines. Pregúntenle a esas nadadoras mujeres, esforzadas deportistas, que pierden sus preseas ante una presunta “mujer” que resulta haber nacido un “gorilón” de muy padre y señor mío…
¡Viva la igualdad! Pero igualdad para todos. Sin ventajas ni beneficios ni alegaciones ni preferencias ni distinciones por el hecho de tener uno u otro sexo (solo hay dos, no se confundan, el resto son perturbaciones psicológicas y psiquiátricas, ya retiradas de los manuales de texto, pero no por ello menos reales, ya sabe usted, la “disforia de género”). Al igual que en teoría debemos ser todos iguales ante la ley para responder por nuestros actos (y velar por nuestros derechos), también en la vida social debemos tener la oportunidad de realizarnos en los derechos de igualdad… sin descuidar los deberes y obligaciones. Mientras no entendamos que 2+2+Dios=4, ni aunque Pitágoras o el Aquinate vuelvan a la vida se logrará la igualdad ni cambiarán la sociedad infeliz que tenemos, los políticos inescrupulosos y la falta de dedicación sincera al servicio social y familiar. Y esto no se hace por Decreto-Ley, sino por convicción del corazón y la mente en la dignidad humana que compartimos.
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