Eufemismos “chulis” aparte, mi estimado lector –como el de querer denominar a tan sagradas fechas con los apelativos de «fiestas de primavera», «semana de la paz», «semana mayor» y charlatanería barata tan propia de los que odian todo aquello que es santo (aunque disfrazándolo de “respeto” a las diferentes confesiones religiosas, desde el islamismo al judaísmo pasando por todo eclecticismo politeísta–, poca duda puede quedar ya en nosotros sobre la auténtica intención del totalitarismo de la tenebrosa izquierda. La palabrería hueca de los partidos, gobiernos y ejecutivos de tan siniestra rama política no disimula su auténtica intención: destruir, profanar, quebrar y desaparecer cuanto nos lleve a pensar en la divinidad, en la perennidad del mensaje de Cristo, en los ejemplos de su Vida, Pasión, Muerte y Resurrección.
No es que nos esperásemos algo diferente, por supuesto. El plan («hoja de ruta», tan de moda en su charlatanería barata) ha sido trazado desde antiguo –atreviérame a decir que desde la rebelión de los ángeles caídos–, con momentos de clímax y anticlímax, momentos de catacumbas, persecuciones y martirio, momentos de adoración, fe y obediencia, todo en un continuo camino de valles y montañas –el valle de lágrimas que es este mundo si nos alejamos de Dios y las montañas que son los encuentros con el Ser en quien vivimos, nos movemos y existimos–.
Fomentar el odio hacia la historia, vida y realidad de la España más que bimilenaria –como el mismo tiempo de vida de la Santa Iglesia, vaya “diosidencias” que hay– ha sido siempre el objetivo de Satanás y de todos los malditos a quienes el Justo Juez ha situado a la izquierda, para la condenación eterna, como advierte el Evangelio de San Mateo –no vayan a pensar algunos que es elgo “franquista”, “fascista”, “ultra” o “putiniano”, tal como van las cosas–. Y no es señalamiento baladí (porque no hay “coincidencias”, sino “consecuencias”), ya que el péndulo de la historia así lo ha manejado siempre, en ese constante transitar de las vacas gordas a las flacas (no cada siete años, pero el siete es un número simbólico).
Cruces derruidas, iglesias y sepulturas profanadas, asaltos a procesiones, actos de culto público prohibidos o restringidos, estigmatización de la defensa de la sacralidad de la vida desde el momento de su concepción, una “neo-desamortización” disimulada bajo IVI económico e INRI moral (so pretexto del abominable crimen que es la pederastia, pero que afecta al 0.2% de la Iglesia, viendo la paja en el ojo ajeno, sin ver la viga en el propio, como los centros de menores tutelados), enseñanza y educación ideologizada para “lavar cerebros” y tener futuros votantes abducidos (en lugar de formarlos, fomentando la sana crítica, la reflexión pertinente o la elección libre)… son todo señales del avance del mal, de este cáncer relativista que es la cultura de la muerte, propugnada y realizada por las izquierdas rancias…
Sin embargo, señor lector, no es mi intención profundizar en esas heridas, sino buscar el bálsamo que pueda ayudarnos a sobrellevar, cambiar y enderezar la situación tan parcamente descrita (aunque no en forma hiperbólica). Por ello, ahora que están de moda los desafíos (o challenge, tan anglófilos ya), vale la pena ponerse uno para la Semana Santa. Dicho reto puede enunciarse como “vivir santamente la Semana Santa”. Ahora que estamos, en gran medida, en una época de secularizada, ¿cómo podemos hacer para vivir santamente los Días Santos? Nos jugamos en ello la identidad cristiana de nuestra vida, y el testimonio que debemos dar al mundo y, consecuentemente, parte de la credibilidad de nuestra fe.
Para hacer frente a este “desafío”, podemos señalar tres pasos: “qué no debemos hacer”, “qué debemos hacer” y “qué podemos esperar”. En este sentido, se trata de un challenge especial, porque no depende todo de nosotros, de lo que podemos hacer, de nuestra actividad; no está cien por ciento en nuestras manos; de hecho, la parte más importante no cabe sino esperarla como un don.
¿Qué no debemos hacer? Simplemente se trata de evitar todo aquello que entrañe ofensa a Dios. Siguen siendo válidas las consideraciones de la Doctrina, según las cuales el pecado grave supone volver a crucificar al Señor, mientras que el pecado leve implica un nuevo latigazo o una nueva espina de la corona de Jesús. Esas significaciones nos ayudan a darle contexto al único mal que hemos de intentar evitar absolutamente, el pecado. ¿Cómo vivir bien la Semana Santa? Pues podemos comenzar por no vivirla mal, esto es, evitar el pecado. Así decirlo así no parece difícil, pero no debemos olvidar que la Semana Santa suele ser un periodo vacacional, y mucha gente se va a la playa, y luego ahí no vive recatadamente, sino que es un lugar proclive a excesos de todo tipo. Independientemente de donde pasemos los Días Santos, no debemos olvidar lo obvio, que son «Santos» y hay que vivirlos santamente.
¿Qué debemos hacer? Pues aquí entra todo el universo de acciones buenas que la creatividad humana nos pueda ofrecer. Hay muchos modos de vivirla bien. De perdida, no perdernos los “Oficios de Semana Santa”. ¿Qué son los oficios? Las celebraciones litúrgicas propias del Jueves Santo, del Viernes Santo y del Domingo de Resurrección, incluida su Vigilia Pascual. Sea cual fuere la actividad que realicemos, no los dejemos de lado, pues a través de ellos la liturgia nos introduce de lleno en el Misterio Pascual de Cristo, en su Pasión, Muerte y Resurrección. La liturgia, en cierto sentido espiritual, nos vuelve contemporáneos de nuestro Señor Jesucristo, y nos hace revivir sacramentalmente lo que Él vivió.
¿Qué debemos esperar? El don de Dios, que se llama «contemplación». El talante contemplativo por excelencia de estos días es un regalo divino. No es algo que podamos conseguir con nuestros solos esfuerzos, aunque tampoco algo que prescinda de nuestro empeño. De ahí su carácter misterioso, pero real. ¿En qué consiste esa contemplación? En revivir internamente los sentimientos que llevaron a Jesucristo a realizar la obra de nuestra redención. Como diría San Pablo, en tener los mismos sentimientos de Cristo. Se trata de participar, como uno más, en las escenas de la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús, como si lo estuviéramos contemplando por primera vez, cuando estos eventos sucedieron.
Y es que sucede una cosa muy particular con los eventos del Triduo Pascual. Como Jesús es Hombre, son históricos, y sucedieron una vez hace dos mil años. Pero como Jesús es Dios, participan también de su eternidad, de forma que en el «hoy» de la celebración litúrgica (o en el «hoy» de nuestra oración contemplativa) podemos entrar en un contacto misterioso pero real con estos eventos. Eso es el don de Dios que podemos pedir y aspirar durante estos Días Santos. Es un regalo, que alimenta y da vida a nuestra alma. No es solo, ni principalmente, fruto del esfuerzo –eso sería incurrir en pelagianismo, la herejía que lo considera obra de nuestras manos– sino fruto del amor de Dios por el alma que lo busca con sinceridad de corazón. Pues con estos tres elementos, evitar lo malo, hacer lo bueno y esperar el don de Dios, podemos vivir santamente la Semana Santa.
Eso sí, no olvidemos que, al llenarnos de la fuerza divina, lo hacemos también para salvar con Cristo al mundo, por lo que deberemos considerar qué nos pide el Salvador para nuestra sociedad, nuestra Patria, nuestro trabajo, nuestro deber familiar y todas las realidades que hemos de transformar para que, además de una Semana Santa tengamos una vida santa, a la que nos llama el Dador de todo Bien. Algo que nada ni nadie nos puede ni debe arrebatar, romper ni destruir, porque, como los primeros cristianos, deberemos decir: sine dominica non possumus (¡no podemos vivir sin los días de Dios!). ¡Nos los quieren quitar? ¡Reivindiquémoslos y vivámoslos con mayor profundidad y para dar mayor fruto, porque las palabras conmueven pero los ejemplos arrastran!
¡Feliz Semana Santa, amable lector, hasta que el Señor regrese o hasta que vayamos a su encuentro!
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