Columna de La Reconquista | Quien siembra vientos, cosecha tempestades (Parte II)

Apagar los fuegos con gasolina no es sabio, al igual que no es lógico combatir inundaciones con hidroaviones ni evitar el granizo con pedradas. La lógica (que no es otra cosa que aplicar la inteligencia a la resolución de premisas correctas para la consecución de un resultado que pueda orientar hacia el camino de la verdad) es odiada por todos los que se aferran al subjetivismo, al relativismo, a la mentira, a la ambición y al orgullo. Estos cinco males son los que aquejan al mundo “moderno”, y se fundamentan en la carencia de valores, la indiferencia ante los principios y la estigmatización a quien es firme en el bien, en la verdad, en lo justo.

Escribíale en la primera parte de esta serie de columnas (Quien siembra vientos, cosecha tempestades), mi estimado lector, que “si se pone una mala semilla (o si se elige sin conciencia, conocimiento ni objetividad), el fruto obtenido será malo, taxativamente”. Y recordábale que en España (y en un mundo globalista) las semillas de la tempestad han sido sembradas sibilina y paulatinamente, en lo oculto (como la cizaña en el trigo), desde muchas décadas ha. Siempre, cuando se piensa en el “yo” antes que en el “nosotros”, la semilla del subjetivismo dará frutos de egoísmo y perversión, porque, velis nolis, la persona pierde la objetividad racional para dejarse guiar por ideologías que exacerban sentimientos y pasiones antes que verdades y deberes. De la misma forma, cuando nos cerramos en ese “yo” y dejamos de lado el bien común, el relativismo campa cual nuevo Maquiavelo que justifica cualquier medio para obtener un fin.

¿De dónde provienen tales semillas, si en nuestra naturaleza está la tendencia hacia la felicidad y el bien? Si su servidor fuese San Pablo, le diría que “el ángel de tinieblas se disfraza de ángel de luz” (2Cor. 11,14) para confundir y extraviar al incauto. Hoy en día, siguiendo las lecturas del inimitable C. S. Lewis (especialmente su deliciosa obrita Cartas del diablo a su sobrino), no hace falta siquiera que Satanás intervenga mucho, porque ya sus semillas fructifican en una muy fértil tierra que son las almas y mentes de millones de personas, tierra ubérrima en frutos de ambición, mentira, desidia, apatía, desinterés, corrupción, negligencia, omisión y toda clase de ideologías (del mal denominado “género”, de la confundida “política”, de la abusada “libertad”, etcétera). Si en lugar de Pablo de Tarso fuera Séneca, hablaría del deber incumplido, y si resultare Aristóteles le recordaría que es la corrupción de lo bueno el generador de la perversión y degradación de la esencia natural del ser humano. No soy ninguno de los anteriores, señor lector, pero de todos ellos he aprendido (además de las experiencias personales, de mis múltiples defectos, de mis carencias y miserias), y puedo afirmarle que lo malo proviene de la inepta comprensión de un aparente bien (un disfraz, si lo prefiere), al igual que un ladrón no roba en sí por robar o causar un mal sino por el bien que se le aparece en su mente pensando en un beneficio obtenido y aquello que hará con el mismo.

Así ha sucedido y sucederá, señor lector, siempre que no pongamos en el centro de nuestro ser los principios inmutables de la naturaleza racional, de la dignidad intrínseca del ser humano, de la bondad y verdad que dimanan del único bien. Hoy en día los principios se venden como panecillos calientes, la dignidad se troca por cualquier aparente beneficio, la bondad es confundida con la debilidad y la verdad es tomada por mentira o engaño. Permítaseme dar unos ejemplos al respecto. Si tomamos la inventada “ideología de género” –no creo necesario recordarle que solo las cosas tienen género, las personas no–, una presunta “mujer trans” ha de acudir al urólogo para revisar su próstata en vez de al ginecólogo, porque la naturaleza no puede mentir. Si analizamos las llamadas “políticas sociales”, no puede dilapidarse el Erario en programas de “regalo” al vago, al ilegal o al mentiroso, sino que el dinero público debe ir al auténticamente necesitado, sin exclusión por cuestiones de la malentendida “igualdad” –ya no se diferencia hoy de la equidad por la imbecilidad supina de legisladores, políticos y jueces que han de aplicar los criterios políticos en jurisprudencia y doctrina–. Respecto a las políticas educativas, los padres de familia han de poder educar en conciencia y libertad a sus hijos, de quienes son legalmente responsables, sin interferencias de nada ni nadie –excepción hecha de la demostración de un auténtico mal para las criaturas, por supuesto–, etcétera.

Entonces, ¿cómo es posible que seamos el país más endeudado de Europa, el que presenta más bajo crecimiento laboral, el que arroja resultados de ignorancia educativa, el que se divide y se ataca desde dentro o permite partidos políticos inconstitucionales o ilegales en el resto de esa Unión Europea a la que dicen que se quiere emular? Sencillamente, es la cosecha de las tempestades, una nueva caja de Pandora, el resultado de tantas décadas (y especialmente los últimos años) de retorcer cada principio y trastocar ley por ley, so pena de acusarnos a todos los ciudadanos de cualquier “delito de odio”, “discriminación”, “fobia”, etcétera. En definitiva, y como también le relaté a usted en columna anterior, de aquellos polvos, estos lodos.

Esta columna, señor lector, no es el Muro de las Lamentaciones… Al contrario, pretende ser el análisis desde los principios filosóficos, metafísicos y legales de una realidad (a la que desvergonzadamente llaman “nueva normalidad”) para comprender cómo hemos mal derivado de la generosidad al egoísmo, del respeto a la ofensa, de la unidad a la separación, de la convivencia al fanatismo. No realizar este ejercicio implica un mal en la mente (puesto que, como bien dice el refrán, “no hay mayor ciego que el que no quiere ver”), una incapacidad en la inteligencia. Si me permite usted, ése es el diagnóstico de la enfermedad que aqueja al separatista furibundo, al etarra sanguinario, al comunista enajenado: la falta de análisis objetivo del deber auténtico por el bien. Claro, sé que es casi pedir que el asno rebuzne como Pavarotti o baile como Pavlova, pero simplemente es una apelación a la recta razón.

Pese a todo lo anterior (y cuanto continuaremos analizando, si la paciencia de usted me lo permite), jamás hemos de desesperar, puesto que la virtud de los firmes es la perseverancia en el bien para la obtención de lo esperado. Piedras, baches, tropiezos, abismos y engaños los habrá siempre. El cómo superarlos es la suprema respuesta: eligiendo el bien, que es difícil y arduo, o el mal, que es sencillo y cómodo. Considero que si usted, señor lector, ha podido llegar hasta esta línea final, pertenece al primer grupo, y le felicito, rogando al Altísimo que le dé sus bendiciones, pero también que nos evite caer en una soberbia que derruiría lo construido. Veraces pero humildes, firmes pero sencillos, respetuosos pero cimentados. Así saldrán adelante nuestras familias, así será justa nuestra amada Patria, por el esfuerzo y amor de sus hijos. Por España, ¡viva España!

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