“La única protección que tenemos contra los demagogos, los tramposos y la locura de las multitudes, así como nuestra guía fiable en las incertidumbres de la vida: pensamiento claro y razonado”.
Ruégole, señor lector, perdone que haya iniciado esta columna, tercera y última de las ubicadas bajo el título de la siembra y cosecha, con la contundencia de una frase de un autor de cuentos infantiles, Christopher Paolini, en la segunda obra de su ciclo El legado. En el contexto del entrenamiento de un joven alumno humano, el venerable maestro elfo afirma, junto con la sentencia inicial de esta columna, que “mucha gente, convencida de hacer lo que debía, cometió por ello crímenes terribles”. Ciertamente, nadie se ve a sí mismo como un malvado, y podríamos imaginar que son pocos los que toman decisiones sabiendo que se equivocan –excepción hecha de los mentirosos compulsivos, los oclócratas tergiversadores y los demagogos empedernidos, bien lo sabemos en nuestra pobre y amada Patria, donde ya no sabe casi uno dónde mirar para encontrar un político honesto, un funcionario coherente o un ideario consecuente–.
Desentrañando la cita inicial, amable lector, creo que tenemos claro quiénes son los demagogos: aquéllos que en sus discursos, pronunciamientos y palabras se dedican a vender humo, a prometer sin cumplir, a constantemente avivar las brasas del odio –reitero que solo por “palabras”, porque la cobardía ante las acciones es típica y tópica de esta sinvergüenza clase de manipuladores políticos, sociales, económicos, religiosos y educacionales–. No debieran existir dudas sobre quiénes son los tramposos: todos los que mienten, traicionan, tergiversan, manipulan, compran conciencias, etcétera.
Lo más complicado es reconocer «la locura de las multitudes», puesto que, itérole, a nadie le gusta reconocerse como un malvado, como una persona laxa, sin escrúpulos, traicionera y epítetos similares, o pertenecer a grupos donde abundan personas tales como las descritas. Solamente podré a usted dos ejemplos: acuérdese, señor lector, que más del 93% de los votantes alemanes en 1933 eligió a Adolf Hitler como Canciller (y en Austria más del 99% de los votantes decidió su anexión a Alemania poco después) –creo que es claro signo de que las mayorías pueden equivocarse tanto o más que las minorías, por lo que la tan cacaraqueada «democracia» moderna es uno de tantos mitos y leyendas urbanas que circulan en los estados hodiernos–; el segundo ejemplo es más cercano: multitudes de personas acudían a vitorear a Francisco Franco en todas y cada una de las regiones de España, sin excepción (como prueba la abundante hemeroteca, resistente a todas las ilegítimas leyes de “memoria histórica” que quieran promulgarse), durante las décadas de su gobierno (dictadura) en nuestra Patria.
Ni diatribas ni ditirambos, no tenemos tiempo para ello. Si, al parecer, las apelaciones al sentido común, a la ley natural, al derecho natural, a la recta razón, a la conciencia formada e informada, a los principios inmutables y a la esencia de la verdad no sirven de nada, el tiempo de cada uno de nosotros no puede ser desperdiciado únicamente en tales acciones. Nos quedan solamente los criterios de actuación personal (para todo aquello que es la coherencia en nuestras vidas) y de caridad social (en lo referente a la sociedad). Por supuesto, no abdicamos de ninguna de las verdades que son parte de nuestro ser (puesto que también son inalienables, como fuente de los derechos humanos de los que tanto se habla y tan escasamente se conocen, son imprescriptibles, universales, etcétera), pero sí sabemos cuándo es momento de sembrar y cuándo llega el tiempo de la cosecha. Retomando otra cita del mencionado Paolini: “La lógica no te fallará nunca, salvo que no seas consciente de las consecuencias de tus obras, o las ignores deliberadamente”.
No nos engañemos. Estamos en una postmodernidad que odia la razón, que desprecia la objetividad y que abomina de la verdad. Es campo muy bien dispuesto para que toda clase de “ideologías” proliferen, como pulgas en perro callejero. Lo constatamos diariamente: en nombre de los derechos humanos (que sí, existen, son consubstanciales a la persona humana por el hecho de ser humana) se extrapolan sus bases para defender las irracionalidades y absurdos más inverosímiles: elecciones de sexo ad libitum (como si éste no dependiese de la biología y la genética), educación involucionada al adoctrinamiento (como si las matemáticas, la historia o la física fuesen derivadas de extrapolaciones políticas), economía basada en el despilfarro del Erario (que ya no propicia que el Estado sea subsidiario del necesitado en verdad sino del “políticamente inclusivo, correcto y legalizado”), destrucción progresiva de la naturaleza (so pretexto de “energía verde”, “cambio climático”, “huella de dióxido de carbono” y análogos, que impiden el desarrollo de los sectores primarios y secundarios), destrucción de la vida desde su concepción hasta su fin natural (bajo múltiples supuestos de aborto, eutanasia, ontotanasia, etcétera), persecución de la fe cristiana y sus símbolos (con cada día más profanaciones, sacrilegios, incluso asesinatos que son martirios, por parte de gobiernos “liberales y demócratas”), imposiciones lingüísticas, alimentarias, sociales, etcétera.
Los vientos desatados por la vesania política han sido sembrados desde la indiferencia de las personas hasta los globalismos políticos, y serán (son) cosechados en forma de desastre, ruina, inseguridad, hambre, pobreza, deshumanización y locura por las generaciones actuales, bajo un pretendido lema de “vive y deja vivir” (que atribuye derechos a la mentira, verosimilitud a la falsedad y legalidad a lo ilegítimo). No podemos ni debemos, en conciencia, mantener esta siembra, salvo señal aguda del masoquismo más extremo, del victimismo más estúpido, de la idiocia más profunda. Porque querer “lo bueno” implica desechar “lo malo”, así como la luz destierra la oscuridad. Oponerse a lo que ha sido, es y será, dimanado de la ley natural inmutable y perfecta, es el desatino más feroz de “la razón de la sinrazón”. ¿Qué otra cosa habremos de cosechar, si permitimos tales siembras e incluso abonamos a ellas?
La clandestinidad de la razón, de la verdad, del pensamiento crítico, de la objetividad analítica y de la actuación coherente con los principios vivenciales ha llegado, la hemos traído, cosechado y permitido. ¡Quiera el Todopoderoso darnos oportunidad de rehacer el campo de labor, para que no se destruya cuanto de bueno, justo, bello, verdadero y honesto queda en nuestra Patria y el mundo! Solamente de nosotros depende construir el refugio firme en el corazón, el hogar y los grupos sociales, para fructificar abundantemente y reconquistar el camino de todo lo bueno, del cual hemos sido arrojados por la mentira disfrazada, la política prostituida y la indiferencia consentida.
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El escrito está bien la única contradicción es nombrar a Franco que lo que hizo fue resolver un caos una corrupción y una perversidad y tal y como tenemos ahora