Perdonará usted lo taxativo de mi afirmación, señor lector, pero no hay forma humana de negar la aseveración. Por mucho que se le busque calificar de tal, el peor presidente del Gobierno de la historia del Reino de España no puede ser tildado de «estúpido» (salvo momentos muy excepcionales, arreglados con Photoshop –algunas reuniones con Joe Biden, otras sesiones con mandatarios mundiales y poco más–). Sin duda alguna, la estupidez existe (y los estúpidos, por ende, también) –y es que es inconcusa su existencia, por más que se le quiera revestir o disimular con galas de poder o ínfulas de sapiencia, porque, como bien reza el refrán, “aunque la mona se vista de seda, mona se queda”–, y, por ende, alguien que no es estúpido puede estar rodeado de muchísimos estúpidos (suele ser así, además, por lógica inferencial, ya que la única manera de que reciba la pleitesía que desea es siendo cortejado veinticuatro horas al día por seres de inteligencia apenas superior a la ameba, de los cuales se rodeará incluso llegando a pagar por su compañía).
Sin duda alguna, yo no puedo ser tachado de persona “afecta” a Pedro Sánchez. De hecho, considero que el mencionado P. Sánchez es un cáncer político en la vida de España, un peligro social para todo ciudadano, un delincuente conspicuo por omisión, comisión y negligencia, un cómplice nefando aliado con la peor escoria ideológica que puede albergar un país, un subordinado zalamero a personas y poderes fácticos ajenos a la Patria, un derrochador manirroto de los fondos públicos, un presumido vacuo sin logros ni méritos de bien, un mentiroso empedernido con cara de hormigón y un administrador inicuo de las finanzas y asuntos estatales, además de un dirigente ciego para la Nación otrora más poderosa de la Historia, un petimetre pusilánime rodeado de aduladores, un lobo disfrazado de cría de cabra que ya perdió el disfraz, un traidor facineroso a los principios de su partido político, sus seguidores y su país, entre otras cosas –porque, si bien la hipotiposis es una magnífica figura literaria y ayuda a la comprensión, creo que quedó claro a usted que su servidor en nada es admirador del espurio e ilegítimo P. Sánchez–, pero no es un estúpido.
Si bien cierto es que Albert Einstein, por ejemplo, afirmaba que “hay dos cosas infinitas: el Universo y la estupidez humana, y del Universo no estoy seguro”, refiriéndose a la inmensidad que puede alcanzar la supina estulticia, no encontraría términos capaces de definir la “persona” del mitómano Presidente en turno del Gobierno del Reino de España, denominado también por algunos como «Su Mitómana Sanchidad, Pedro I “el Destructor”» –puesto que el ego del mencionado es mayor que el universo en forma exponencial, aun cuando, reitero, la estupidez no es una de las características de tan malhadado y nefasto personaje–.
Dado que supongo que tendrá usted algo de extrañeza por las afirmaciones anteriores, permítame dejar algo de claridad en los términos que utilizo, toda vez que no es lo mismo ser estúpido que idiota, ser ignorante que imbécil (aunque conozco, lamentablemente, personajes de la esfera pública y política que, inusitadamente, han logrado conjuntar las cualidades antedichas en lo que, hasta fechas recientes, parecía un imposible lógico… ¡ver para creer, señor lector! O tempora o mores).
Sánchez no es estúpido, porque es idiota. Sencillamente. Como bien recordará usted, el vocablo «idiota» –que proviene del griego idiotés–, se refiere a quien no se ocupa de los asuntos públicos, sino solamente de sus intereses particulares, mientras que el término «estúpido» –del latín stupidus– indica a quien se queda paralizado, aturdido, ante algo (y pocas veces el mentado Sánchez ha tenido visos de manifiesta estupidez, redundo en ello, salvadas ocasiones en presencia de ajenos).
Sánchez no es estúpido, porque es ignorante. La palabra «ignorante» –del latín ignorantis– hace referencia a quien no sabe, ¡y bien que ha mostrado y demostrado per toto orbe su falta absoluta de los conocimientos más elementales de la ética, la historia patria, la más mínima educación, los más básicos principios, algo de talante de gobierno, un poco de sincera humildad, un resquicio de servicio desinteresado, etcétera! Ignora la verdad de quienes le rodean, porque, simplemente, no tiene la capacidad objetiva de poder conocer y reconocer –obviamente, la definición de «verdad» como “la adecuación entre el entendimiento y la cosa” imposibilita que quien no tiene tal capacidad de raciocinio pueda conocerla–. Ignora las más elementales nociones de moralidad (o ética, si lo prefiere, que, según Cicerón, es lo mismo, puesto que el término griego ethica significa «costumbre», al igual que el vocablo latino mos-moris significa «costumbre»), pese a que haya estudiado en colegios presuntamente católicos, haya recibido su título de licenciatura y el grado de doctor –dicen que cum fraude, no podría afirmarlo, aunque no me costaría creerlo–. Ignora cómo practicar la política, definida como “la ciencia y el arte del gobierno y administración de los asuntos internos y externos del Estado”, porque no puede conocer el fin, la teleología, del bien común que funda y sustenta el mismo estado, y un casi infinito etcétera de cosas que ignora…
Sánchez no es estúpido, porque es imbécil. Ahora bien, no corramos el riesgo de confundir su ignorancia con su imbecilidad, puesto que la voz «imbécil» –del latín imbecillis– refiere a quien no puede sostenerse solo (lo que derivó a «debilidad mental» en los albores jurídicos, aunque hoy ya no sé dónde parar los pies con tanto eufemismo y circunloquio que nos rodea). Y es cierto. El idiota necesita apoyarse en otros. Generalmente serán quienes carezcan de los mismos principios que el idiota, pero al mismo tiempo quienes parasiten al idiota para lograr exprimir todo lo posible de su ser (como pulgas en el perro o gorgojos en la legumbre), y así una ingente caterva de ladrones, fraudulentos, terroristas, traidores, antinaturales y aprovechados buenos-para-nada le circundan cada instante. ¡Fíjese usted cómo puede conjuntarse ser egoísta, ser necio y débil mental, todo en uno: el reflejo de P. Sánchez ante su espejo!, y, desgraciadamente, ¡el reflejo de gran parte de la sociedad actual y de inmensa proporción de la clase política hodierna!
Una de las sentencias más conocidas al respecto de Martin Luther King dice: “Nada en el mundo es más peligroso que la ignorancia sincera y la estupidez concienzuda”, aunando así la primera con la segunda (el parásito aprovechado con el parasitado inconsciente). También habrán escuchado, respecto al ingente número de “afiliados” a la estupidez aquella máxima de Francisco de Quevedo, señalando que: “Todos los que parecen estúpidos, lo son y, además también lo son la mitad de los que no lo parecen”, con lo que tenemos constatada la existencia de una cantidad asombrosamente ingente de ministros, secretarios, subsecretarios, asesores y adeptos que siempre rodearán a P. Sánchez (al menos mientras mantenga algún resquicio de poder, porque, aunque no lo crea, el estúpido no es tonto).
Si reflexionamos sobre la máxima de Quevedo, el crecimiento exponencial no es una buena noticia, sino más bien el sustrato en el que se asienta y acrecienta la idiotez –y no es referencia al porcentaje de natalidad en la Patria ni en Europa, sino más bien a la “adopción” de cuanta estupidez pronuncie alguno de los idolatrados personajes de la ignorante e indiferente plebe–. ¡Basta con un simple vistazo panorámico a los líderes políticos, religiosos y académicos para darnos cuenta que muchas veces los primeros son huecas cajas de resonancia de pensamientos y palabras ajenos («imbéciles»), los segundos auténticos exponentes timoratos, pacatos y apocados («estúpidos») y los terceros ya hoy expresan la nesciencia más plena, al negarse a conocer la auténtica verdad («ignorantes»)! Por supuesto, el común denominador de la casi absoluta totalidad de los anteriores es que son «idiotas» (egoístas despreocupados del bien común). Han de excusarme las insignes señorías, los reverendísimos clérigos y los reputados catedráticos, pero la cobardía es parte del egoísmo, por lo que la inferencia es absolutamente válida.
Precisamente porque ya sabemos qué es la idiotez (la idiocia, válidamente, como perturbación psicológica), y debido también a que estamos muy acostumbrados a vivir de cerca con ella–, no debemos dejar de percatarnos que, desgraciadamente, se contagia y propaga más que pestilencia o virus cualesquiera, más que incendio en pastizales secos, y a una velocidad exponencialmente mayor que la de la luz. Contra este mal, ¡ay de nosotros!, poco remedio existe, como ya lo advierte el escritor francés Jean de La Fontaine: “Todos los cerebros del mundo son impotentes contra cualquier estupidez que esté de moda” (estupidez generada por la mente idiota –egoísta– que manipula, miente y pervierte sin escrúpulo alguno, lo que necesariamente nos lleva a reflexionar sobre las estúpidas “agendas” de oclócratas idiotas, nacionales y extranjeros).
La «idiotez» –que es, por así decirlo, como el superlativo de la estupidez, puesto que la idiocia supera con mucho la tontería, la ignorancia, la imbecilidad y la estupidez– es el descaro ególatra y la ostentación vana y egocéntrica, como la de esos “intelectualoides” de cualquier tertulia televisiva o radiofónica (no sé, imaginen esos JJ, P. Iglesias y similares), amén de la de los mencionados “politicastros”, que son para agotar la hasta la paciencia del Santo Job… No nos extrañe, pues, que pululen (y hasta paguen) por espacios televisivos, novelas autobiográficas en cualquier canal, compra de medios de comunicación y soborno de toda la patulea de “perrodistas”, que es como se denomina a los periodistas que olvidan su vocación de informar con veracidad y objetividad).
Para mayor dolor nuestro, existe una idiotez anhelante de ser reconocida como tal por todo ser viviente… ¡el más puro estilo de P. Sánchez! Esta estúpida idiotez es la que se enuncia (y anuncia) en medios de comunicación por doquier y de toda índole, sean escritos, electrónicos o audiovisuales, en afanosa búsqueda de un número de seguidores o un “me gusta” –que ahora dicen “láik”–. Concédale a un estúpido una primera página en un periódico, o cinco minutos de “gloria” ante las cámaras televisivas, y desatará usted una maratón pululante de idiotas compitiendo por “exponer” la más selecta “joya” de las majaderías… Ésta es la estupidez ignorante de ese idiota ensoberbecido y teatrero que, con coro y palmas, es recibido entre alabanzas y adulación (quizá mi memoria falle, pero así lo hizo P. Sánchez, en una “apoteósica” entrada en el Congreso de los Diputados, tras regresar de una cumbre internacional en la que no obtuvo nada…, ¿recuerda usted?).
La existencia y la práctica de los vocablos enumerados en esta columna, y que han realizado una mínima etopeya de P. Sánchez, es lo que hace que el panorama nacional e internacional esté repleto de auténticos idiotas, imbéciles con licenciatura, especialidad, máster y doctorado. E incluso existen algunos especímenes «privilegiados» que consiguen sumar todos los términos antedichos para conseguir así la quintaesencia de la idiotez, la estulticia más supina.
En definitiva, señor lector, vivimos, gracias a P. Sánchez y sus adláteres, tiempos idiotas, llenos de estúpidos e ignorantes, que buscan hacernos a todos imbéciles. Lo van consiguiendo, creo, puesto que toda metáfora que refleja fielmente la realidad nos presenta como un silente pueblo, una aborregada nación, una dependiente personalidad y una egoísta forma de vida. Ahora bien, cada uno podemos cambiar lo que en lo particular nos concierne, y juntos los buenos, lo que a la sociedad respecta.
Piénselo usted, mi estimado lector, porque sin reflexión ni acción, solamente lograremos que crezca el número de los estúpidos idiotas, elevarlos al poder (con a P. Sánchez)… e incluso incluirnos en tal cifra.
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