Columna de La Reconquista | Nada de educación, pero sí adoctrinamiento (Parte III)

Si recuerda usted, señor lector, sus épocas de estudiante, cada vez que se nos hablaba de la tragedia de la filosofía se menciona la muerte de Sócrates, tan patética –Sócrates hablando, los discípulos llorando y todo eso–. Se trata, sin duda, de una escena dramática, pero no es la verdadera tragedia de la filosofía. El momento realmente trágico de la filosofía se encuentra en el “Gorgias”, uno de los diálogos de Platón, cuando Sócrates sostiene que es mejor padecer una injusticia que infligirla –note usted que parecido dirá la primera Carta del Apóstol Pedro en su capítulo 3, pero no abundaré en ello–. Pues bien, frente a él está Calicles, un joven arrogante y violento, una especie de “protofascista” antes de época –hoy más bien podría ser cualquier joven “cachorro” podemita, socialista, comunista, bilduetarra, separatista y todos sus análogos–, que exclama algo así como: “Eso son tonterías. Todos sabemos que es mejor cometer una injusticia que padecerla, además que no existe verdadera injusticia en la voluntad del fuerte. El verdadero bien, lo realmente bueno, es la voluntad del fuerte. Los débiles son los que tratan de crear ese consenso del renunciamiento y la bondad, pero, en el fondo, lo hacen para disimular su debilidad y para impedir que los fuertes se afirmen”.

Calicles sostiene tesis como esas, que luego otros autores más peligrosos que Calicles, como Nietzsche, Marx, Oppenheimer, Gumplovicz, Schopenhauer y sus amiguetes, han hecho conocidas. Sócrates discute con Calicles e intenta poner objeciones, y éste, en un primer momento, continúa razonando de manera arrogante y violenta. Sin embargo, poco a poco, sin darse cuenta, va dándole la razón a Sócrates, quien, sorprendido ante esta inesperada aquiescencia, le dice: “Bueno, entonces estamos de acuerdo”, ante lo cual Calicles exclama que no están de acuerdo y lo que diga Sócrates le da lo mismo –ya ve usted que en verdad es cíclico que de nada sirve querer razonar con necios, tanto en la antigua Grecia como en la moderna España–. Lo que Calicles quiere decir con eso es que él no entra en el juego de la persuasión, que no quiere ser persuadido, que le da lo mismo cuanto pueda decírsele, puesto que él se va a imponer de todos modos.

Ese es, y no otro, el momento verdaderamente trágico de la filosofía: cuando se corta la posibilidad del intercambio y del diálogo, cuando se cierra toda posibilidad a una respuesta que no sea meramente instrumental. Ahí se acaba la posibilidad no sólo de lo racional, sino de lo razonable. Porque el ser humano puede ser no solamente racional –que es lo que ocurre cuando busca los mejores medios para obtener los fines que se propone–, sino también razonable. Ser racionales nos ayuda a tratar con objetos, y a veces es la causa de que tratemos a los demás como si fueran objetos –o números, o población cautiva con fines electorales, mamporreros o borreguiles–. Por eso es que se consideran muy racionales esas medidas macroeconómicas del «fuerte escudo social», que tratan a los seres humanos como si fueran objetos. Son medidas racionales, sí, pero no son razonables. Porque lo razonable es tratar a las personas como personas.

Y ya ven: Calicles –como moderno izquierdista de cualquiera de sus ramas– es probablemente racional, porque él quiere conseguir unos objetivos (para lo cual no dudará en emplear incluso la violencia), pero no es razonable, puesto que no está dispuesto a tratar a las personas como personas. En efecto, pareciera que la política hodierna está llena de muchos Calicles “Sánchez”, “Iglesias”, “Montero”, “Calviño”, “Simancas”, “Marlasca” y un casi sin fin de apellidos poco ilustres.

Tal es la demanda y la importancia de la filosofía en la educación y en la vida: defender la dimensión de lo razonable, acordar qué fines son buenos o no, sin que justifiquen los medios, porque vivimos en un mundo excesivamente racional, en el sentido de «desnudamente racional», en el que lo que se entiende por “razón” es simplemente la búsqueda de los medios para fines respecto de los cuales no hay que preguntarse si son los mejores, los preferibles, los justos y adecuados, los que responden a la dignidad de la persona y del Estado.

En cuanto a la globalización, sobre la cual se habla y se disparata tanto, uno puede estar a favor de ella o en su contra, o simplemente asumirla como algo inevitable, pero sin compartir por ello todas las orientaciones y aplicaciones que la globalización va teniendo, del mismo modo que uno puede estar a favor de la electricidad sin ser partidario de la silla eléctrica. Sería verdaderamente de idiocia extrema que a quien pone objeciones a la silla eléctrica se le dijera que está en contra de la electricidad y del progreso, o así como lo es tachar de “anticuado” a quien defiende la vida y su dignidad desde el momento de su concepción. Del mismo modo, uno puede estar a favor de la globalización –en cuanto al progreso– y no estarlo a favor de muchas de las consecuencias y de los caminos concretos que sigue hoy la globalización –que sería «progresismo», más bien–.

Lo que es preciso asumir, como siempre, es una actitud crítica, y para eso sirve la reflexión aparentemente inútil de la filosofía –o completamente inútil, a juzgar por las leyes educativas de este gobierno de pesadilla de coalición, tan inútil como ellos mismos, aunque no pueden ser razonables al respecto–. Sirve para decir en las clases y para acostumbrar a los alumnos que no todo pensamiento tiene que ser necesariamente instrumental y que hay también un pensamiento no instrumental, un pensamiento que reflexiona sobre los fines y su valor, su ética, su moralidad y sus principios, y que no da los fines por establecidos y únicamente busca los medios para obtenerlos.

Así pues, siguiendo las máxima de Aristóteles: “Primum vivere, deinde philosophare”, y de manera más moderna, a Lou Marinoff, con su obra “Más Platón y menos Prozac”, entendamos que la labor filosófica, la reflexión crítica de nuestro propio ser, es inevitable en cualquier ser humano, porque es la que nos mueve a afirmar que, con duda metódica o certeza plena, somos los seres racionales que viven por pensar y piensan para vivir. Necesaria es, pues, la ciencia y la reflexión filosófica hoy más que nunca, porque que la sociedad reclama que se sacie su sed de equidad, solidaridad y justicia, sin tratarla como “menores tutelados” –los “mentecatos”, en el antiguo derecho romano–. En verdad, quizás era mucho pedir para un Gobierno inepto que debiera estar bajo tutela efectiva del pueblo –y no solo del Congreso–, amén de compurgando su condena en Soto del Real…

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