La Segunda República fue aceptada por todo el mundo, no se puede decir que fracasara porque se enfrentase a problemas insoslayables. Se condenó ella misma por querer violentar y entrometerse en lo más profundo del alma humana: ¡LA FE! Y, además, quiso hacerlo por la fuerza de la represión, la destrucción y el crimen. No es algo, que se les ocurrió sobre la marcha, fue algo premeditado y que llevaban mucho tiempo esperando hacer.
Una vez que el Rey D. Alfonso XIII sale de España, se instaura la Segunda República (y las logias mostraron su júbilo abiertamente considerando al nuevo régimen como propio, como suyo, sería también gran parte del caos posterior, por no decir todo). El día 15 de abril de 1931, se celebró el primer consejo de ministros del Gobierno provisional, presidido por Niceto Alcalá Zamora. Y ya tenemos una “primera anécdota”, que cuenta Miguel Maura (Ministro de la Gobernación) en sus memorias, que nada más tomar posesión de su cargo… recibió el telegrama de un alcalde que le decía: “Ya hemos detenido al cura, ¿Qué hacemos con él?”
El nuevo régimen de 1931 era masónico, casi en exclusividad. El Gran Oriente español contaba entre sus filas con muchos de entre los cargos principales del gobierno: Diego Martínez Barrio, el de Comunicaciones; Alejandro Lerroux, el Ministerio de Estado; Santiago Casares Quiroga, el de Marina; Marcelino Domingo, Instrucción Pública; Álvaro de Albornoz, Fomento; Fernando de los Ríos, Justicia; Nicolau D´Olwer, Economía. A ellos, habría que sumarle cinco subsecretarios, quince directores generales, cinco embajadores y veintiún generales. Manuel Azaña (Ministro de la Guerra) ingresaría más tarde en la secta.
Desde el minuto uno de la instauración de la república se empezó a ver claramente el odio a la Iglesia sin ningún tipo de disimulo ni piedad. No transcurre ni un mes, tan siquiera, cuando se desata la quema de conventos en muchas ciudades españolas. Entre el 11 y el 13 de mayo de 1931, un centenar de edificios religiosos fueron incendiados en varios puntos de España. El día anterior (10 de mayo), el Gobierno permanecía reunido en un despacho del Ministerio. Maura advirtió que en el Ateneo se estaban repartiendo ya, listas de los conventos que había que incendiar al día siguiente, así como la gasolina y los trapos para proceder a ello. El ministro de Guerra, Manuel Azaña, se negó a intervenir entre los miembros del Ateneo, y asumió una postura, respaldada por otros ministros, de oposición a la intervención de la Guardia Civil. Nos cuenta Bárcena:
“Hablemos ahora de las hogueras del 11 de mayo: faltaban tres días para que se cumpliera el primer mes de gobierno republicano, cuando ante la completa pasividad de todos sus ministros, ardieron los conventos de Madrid. Una pasividad, bien deliberada, que les convierte, se quiera o no, en cómplices de aquel cúmulo de delitos, contra bienes y personas, que los madrileños presenciaron aquella mañana.
Maura, que avisaba sobre lo que podía ocurrir en toda España ante el ejemplo de los incendiarios, exigía sacar la fuerza a la calle, contra la opinión del presidente, Alcalá Zamora, que consideraba lo que estaba ocurriendo como obra de «unos cuantos chiquillos» jugando a la revolución: «fogatas de virutas». Azaña, ministro de la Guerra, se negaba rotundamente a impedir el desahogo de los “chiquillos”, y lo expresaba con frase demagógica: «Todos los conventos de Madrid no valen la vida de un republicano». Las únicas vidas que estaban en peligro eran las de los religiosos cuyas casas ardían; se conservan fotografías de monjas mayores y tullidas, salvadas de la muerte por vecinos del barrio que entraron a buscarlas. Porque los incendiarios no eran precisamente vecinos de las zonas donde actuaban. No fue nada espontáneo; como tampoco lo fue en 1834, grupos reducidos y organizados trataban de aparentar revueltas populares que no ocurrieron.
Los ministros votaron si debía impedirse que aquello continuara; y ganaron los que, siguiendo a Azaña, se inclinaban por el “no”; que siguieran quemando. Lo más increíble fue que un grupo de incendiarios se presentó en Presidencia de Gobierno, reclamando a gritos que se les abriera la cancela para que entrase una comisión a «hablar con los ministros». ¡Se les concedió! Y segundos después aparecía en el Salón del Consejo «un individuo, acompañado de otros dos descamisados». “Marcelino [Marcelino Domingo, uno de los ministros] fue hacia él y, tendiéndole las manos, exclamó: — ¡Amigo Rada!”. Maura, al ver esto, no esperó más y se fue dispuesto a dimitir. Aquello, termina diciendo él mismo, se había organizado en el Ateneo unas horas antes… Y solamente acabó cuando ya por la tarde, ante la gravedad de las circunstancias, se declaró el estado de guerra en Madrid. Al día siguiente ardieron edificios eclesiásticos en Sevilla, Córdoba, Cádiz, Alicante, Murcia y Valencia; pero lo peor ocurrió en Málaga. Allí los gobernadores, militar y civil, se pusieron al frente de los incendiarios, con el resultado de 22 conventos e iglesias quemados. Es fácil imaginar lo que sintió la España católica, y lo que pensaría respecto al futuro que le esperaba”.
La gente normal, que no profesa la Fe, tiende más bien a ridiculizar la creencia… pero cuando el odio aparece en la escena y los crímenes se suceden, no les quepa ninguna duda de que la masonería se esconde detrás, o no se esconde tan siquiera. Muchos son los que, a día de hoy, achacan toda esta barbarie que ya comenzaba y que llegaría a niveles insospechados de maldad, como una acción de incontrolados. Pero como ya hemos visto anteriormente, el gobierno no movió ni un dedo, cuando el día anterior a la quema de conventos, ya sabían lo que iba a ocurrir.
Otra prueba, más de la maldad de los que dirigían este cotarro masónico, fue la respuesta de la prensa al día siguiente. Los periódicos de izquierdas convirtieron a las víctimas en verdugos: En la prensa madrileña, Crisol, El Heraldo de Madrid, y El Socialista, se podía leer: “disparaban contra los obreros desde los conventos convertidos en arsenales”. Así atizaban ya el odio contra el clero. Algo que no se creían ni ellos mismos. Muy parecido a lo que hoy en día nos tienen acostumbrados la mayoría de los medios.
Podríamos aportar miles de pruebas de la connivencia del gobierno masónico con estas atrocidades y latrocinios, pero relataremos dos casos que lo dejan bastante claro. José Herrera, sevillano y antiguo requeté (soldado o afiliado al movimiento carlista), relata lo siguiente:
“El día 11 de mayo, en la parte de Triana del puente, en un corro bastante grande, había una hoguera. En esa hoguera se quemaban imágenes de santos, lo cual me causó gran impresión. Pero mayor fue la que me causó, ver que los hombres que estaban rodeando aquello… bebiendo, vino, pegando gritos, con escopetas, etcétera; se estaban meando encima de las imágenes que estaban ardiendo”.
Aquí podemos ver claramente, que los “incontrolados” campaban a sus anchas y además portando armas y bebiendo vino; sin que ninguna autoridad intentase impedir la destrucción y el peligro de semejante coctel. ¿Qué por qué, ninguna autoridad hizo nada por evitarlo? Ahora lo veremos.
Resulta que el Gobernador Civil de Sevilla en aquellas fechas, era Antonio Montaner Castaño… masón obviamente. Pero no cualquier masón. En 1888, contamos con la existencia de las siguientes logias: · Gran Oriente Nacional de España – Gran Maestre: José María Pantoja. · Gran Oriente de España, legalidad electiva, Soberano Gran Comendador: Pío Vinader. · Gran Oriente de España, legalidad posesiva escocesa, Soberano Gran Comendador: Juan Antonio Pérez. · Gran Logia Simbólica – Gran Maestre: José López Padilla. · Confederación Masónica Ibero-Americana – Gran Maestre: Jaime Martí. · Soberano Gran Consejo del Rito de Memphis Misraim – Gran Maestre: Ricardo López Salaverry. Miguel de Morayta consigue que se clarifique la situación mediante la desaparición de algunas y la suma de las dos Obediencias más importantes. El 21 de mayo de 1889, de la fusión del Gran Oriente de España y el Gran Oriente Nacional de España, surge el Grande Oriente Español. Su primer Gran Maestro y Soberano Gran Comendador fue el propio Miguel Morayta. Bueno, pues nuestro personaje en cuestión (Antonio Montaner), fue Gran Maestre de esta nueva logia unificada de 1946 a 1954. Mucho tuvo que obedecer a la secta, para llegar a ostentar ese cargo, ya que la masonería solo premia a quien obedece.
Veamos ahora, como en Logroño (por ejemplo), no se produjo ningún disturbio. Guzmán de Lacalle Leloup, nos narra lo acontecido a su padre Domingo Guzmán de Lacalle:
“Mi padre era el Presidente de la Audiencia de Logroño, y todo el mundo sabía que iban a arder los conventos. Según la Ley Orgánica, el Presidente de la Audiencia, sustituye al Gobernador Civil en su ausencia. El Gobernador Civil, como era habitual, se fue a hacer consultas a Madrid. Con lo cual dejo aquello a su suerte. Mi padre se sentó, y mando llamar al Jefe de la Guardia Civil, al Jefe de la Guardia de Seguridad (actual Policía Nacional), al Gobernador Militar… y a los tres o cuatro capitostes de los partidos políticos de izquierdas y les dijo: Señores, ustedes saben, porque es vox populi, que hoy van a arder todos los conventos. Ustedes saben que tienen que defender la propiedad y la vida de los demás. Espero que sepan cumplir esta noche”.
Le preguntaron, que de qué forma tenían que defenderlo, a lo que Don Domingo respondió que con las armas. Le respondieron, que entonces, si fuera preciso, tendrían que hacer fuego. A lo que el Presidente de la Audiencia respondió: ¡PUES CLARO! Los representantes de las fuerzas de seguridad le pidieron que les diera la orden por escrito, a lo cual no puso ninguna objeción. Dicho esto, el Jefe del Partido Socialista, le respondió: “Sr. Gobernador, si sus órdenes se cumplen, esta noche será una noche de luto para Logroño”. El Gobernador le contesto: “Pues evitarlo, lo tiene usted en la mano, porque de la mía está que no será una noche de vergüenza”.
El resultado fue, que en Logroño no hubo ningún altercado, y caen por su peso, las razones de porque en Sevilla ocurrió lo que ocurrió y en Logroño no se ve claramente, que donde había masones al mando, las cosas transcurrieron de una manera y donde no de otra. Máxime, cuando meses después, al Gobernador (en funciones) de Logroño, lo retiraron de la carrera por “desafecto al régimen”.
Se puede apreciar claramente, como formas de actuar distintas, llevan a resultados distintos. En el caso de Sevilla, el Gobernador Civil era Antonio Montaner Castaño, miembro destacado de la masonería, y en el caso de Logroño, tuvieron suerte los conventos, de dar con Don Domingo Guzmán, que paradójicamente, se tuvo que hacer cargo de la situación en ausencia de Leonardo Martin de Echeverría (que era el Gobernador Civil), masón iniciado en la logia Mantua, y que según José Antonio García-Diego y Ortiz (escritor), fue el que presento en dicha logia a Antonio Machado. Nos tememos mucho que, si no se hubiese ausentado Echevarría, Logroño habría corrido la misma suerte de incendios que otras ciudades españolas.
En Málaga (que fue lo peor), como cita Barcena, los dos gobernadores (civil y militar), no solo no hicieron nada por evitarlo, sino que se pusieron al frente de los incendiarios. ¿Quiénes eran?: El Gobernador Civil era: Antonio Jaén Morente, y el militar, Juan García Gómez-Caminero. Caminero fue uno de los primeros oficiales ascendido a general por la República, pero por lo que más se le conoce es como quien permitió la quema de todas las iglesias de Málaga menos una. Aunque en los primeros momentos la Guardia Civil actuó, la decisión del gobernador militar (Gómez-Caminero), de retirar las tropas y acuartelarlas fue decisiva para que las quemas se generalizasen. Más tarde, prohibió expresamente la intervención de la Guardia Civil, y tuvo la desfachatez de enviar un telegrama a Madrid diciendo: “Ha comenzado el incendio de iglesias. Mañana continuará”. Sobra decir que era masón.
Jaén Morente se encontraba en Madrid, aquel día, y llego a Málaga, según parece a las 7 de la tarde, el día de los incendios. Esta es la excusa que esgrimió, pero como ya hemos estado viendo anteriormente, lo de las quemas, era algo que todo el mundo sabía qué ocurriría. Bárcena apunta lo siguiente:
“El gobernador civil, recién llegado de Madrid en el expreso, era Antonio Jaén, amigo de Alcalá Zamora. El general Gómez Caminero era el militar; ambos fueron llevados a hombros por los incendiarios, entre aclamaciones y vítores”.
Su entrada en la masonería se remonta, al año 1924. Pertenecía a la logia Trabajo nº 12 y en 1926 a la logia España nº 22. Nunca lo ocultó.
El anti-catolicismo radical de la izquierda española, manejado por la masonería de manera magistral, convirtió la cuestión religiosa en una tensión permanente durante la Segunda República. Y todo esto de forma gratuita, ya que la República fue aceptada por todo el mundo. Los obispos hicieron suyas las indicaciones de Roma y manifestaron que el acatamiento al poder constituido era un deber de conciencia que los católicos no podían eludir. En esta misma línea se situó el diario católico “El Debate”, dirigido por Ángel Herrera Oria (el Cardenal Periodista), haciendo suya la doctrina de León XIII sobre los poderes constituidos, deseaba que la nueva República representase la unidad patria, la paz y el orden. Tan cierto es esto, que el mismo Alejandro Lerroux (nada sospechoso de simpatizar con el catolicismo), dirá años más tarde: La Iglesia no había recibido con hostilidad a la República. Y dice Bárcena:
“La Guerra Civil, que espiritualmente quedó encendida con las hogueras del 10 de mayo, hubiera podido ponerse sobre las armas inmediatamente. Las «hogueras» bien pudieron provocar reacciones inmediatas de los católicos, pero no fue así: por aquellas mismas fechas, el cardenal de Sevilla, Monseñor Ilundáin, fue a visitar, en su propio domicilio sevillano, al nuevo ministro de Comunicaciones, para felicitarle por su nombramiento; nada menos que Diego Martínez Barrio, quien dos meses más tarde sería elegido Gran Maestre del Gran Oriente Español. No se escatimaron esfuerzos ni gestos de buena voluntad por parte de la jerarquía, indiscutiblemente”.
Pronto, los acontecimientos demostraron que estos deseos eran un ideal inalcanzable. A pesar de estas disposiciones, y del compromiso inicial del Gobierno de garantizar la seguridad de la Iglesia, pronto se comenzó a limitar la libertad de los católicos y más tarde a asesinarlos. Las atrocidades que llegaron a perpetrar en los años sucesivos, solo se pueden comprender, desde una perspectiva diabólica.
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