Tras el paréntesis del anterior capitulo (paréntesis que venía a colación perfectamente), seguimos con el hilo conductor sobre la macabra historia de la secta masónica. Continuamos con los motivos masónicos que dieron lugar a la Guerra Civil Española. En España se dio el mismo cliché que en la Revolución Francesa y La Guerra Cristera. El patrón es muy sencillo: los masones, acceden al gobierno. Aprovechando que ya tienen lo que buscan, hacen valer su situación de poder para ir realmente al meollo de sus deseos más profundos: ACABAR CON LA IGLESIA CATÓLICA.
En Francia, todo el mundo acepto de manera pacífica el cambio de régimen. Pero los revolucionarios no se contentaron con ese triunfo, aprovecharon la coyuntura para prohibir a la gente algo tan de conciencia, como era ir a Misa. La gente sencilla no se para a pensar si está en una Monarquía o en una República, el problema viene cuando son obligados a renunciar a sus creencias. Pero la mayor crueldad de todas, y con diferencia, se dio en la zona de Lavandée, zona rural del Oeste francés y de profundas raíces católicas. En esta ocasión no solo fue una persecución sembrada de asesinatos y quemas de iglesias. En esta ocasión se trató del mayor genocidio cometido en los últimos tiempos. El gobierno republicano francés ordena no sofocar un levantamiento, sino eliminar toda esa población, arrasar ese territorio. En esa zona tuvo mucha influencia la predicación de San Luis María Grignion de Montfort, cuya actividad misionera lo hizo muy popular y querido por los habitantes de esas regiones en las que, con su apostolado, se extendió aún más el catolicismo; fue un gran precursor del Rosario. Algunos batallones de Vandeanos lo rezaban hasta tres veces al día.
Una de las medidas prácticas que toma la Revolución, nada más tocar poder, fue el desmantelamiento de la Iglesia. Comenzó expropiando todos los bienes eclesiásticos, desapareciendo asilos, orfanatos, escuelas, etc. El segundo paso fue exclaustrar a las órdenes religiosas, y el tercero fue darles a elegir a los sacerdotes entre ser fieles a Roma o convertirse en sacerdotes funcionarios de la República, es decir, sacerdotes controlados por el Estado, fieles a sus consignas o domesticados.
Los sacerdotes que no comulgaban con el Estado fueron masacrados, se prohibieron las misas y se persiguió cualquier tipo de práctica religiosa. El grito de guerra de los Vandeanos lo dice todo: “Devolvednos a nuestros buenos curas”, porque a los pocos que quedaron se les llamaban “los juramentados”, eran afines al gobierno y se les tachaba de herejes. Ante esta perspectiva, el pueblo toma las armas y la respuesta gubernamental fue masacrar esa región y acabar con todos: hombres, mujeres y niños. Los métodos de eliminación fueron terribles, desde cocer a las mujeres vivas con sus hijos en hornos de leña, a llenar barcas de gente atada para luego hundirlas en el río. Peinaron todo el territorio matando a toda persona que se encontraban. La Revolución Francesa no fue fiel al lema de Igualdad, Libertad y Fraternidad, eso es lo que predicaba, su lema más bien fue Guillotina, Destrucción y Crimen. ¡Igual que la Segunda República en España!
En México, ocurrió exactamente lo mismo. El pueblo no se reveló contra el gobierno, sino que fue el gobierno el que quiso desterrar de las conciencias de las personas la Fe, a través de la fuerza. En el estado de Durango, por ejemplo, ya en 1926, las autoridades “hicieron circular un manifiesto que imponía la pena de multa y cárcel a todo aquel que enseñase a rezar a sus hijos, tuviera imágenes en su casa y portara medallas o relicarios”. El valor de los signos populares denotaba para el gobierno la afiliación a la patria vieja, la patria «antirrevolucionaria», decían. Era necesario desterrar los símbolos del catolicismo que se encontraban grabados a fuego en la piedad popular. ¡Igual que la Segunda República en España!
En España, se repitió la misma fórmula. La Segunda República fue aceptada por todo el mundo de manera pacífica, pero los revolucionarios aprovecharon su fuerza de mando, no para legislar en un sentido u otro, sino para obligar a la gente a cambiar su conciencia por la fuerza del poder político que habían conseguido. Y todo esto utilizando como herramienta principal el asesinato, la ilegalidad y la extorsión. Esto fue lo que desencadeno la Guerra Civil Española. Lo demás que quieran decir es falso y mezquino. Intentaron acabar con la Fe, no de forma proselitista y pacífica, no. Intentaron acabar con la Fe por la fuerza del crimen y la injusticia. Ese es el asunto, que vamos a tratar en este artículo.
Con lo narrado ya en el artículo de esta serie nº 27, cualquiera que sea capaz de ver y no tenga los sentimientos enfermos, puede constatar claramente, como el primer capricho de la república consistió en quemar iglesias. Sin venir a cuento, sin ninguna justificación y solo por odio. Y no fue algo motivado por incontrolados. Han quedado suficientes pruebas históricas de la connivencia del gobierno con estos supuestos “desbocados” o gente mandada por los masones que estaban dentro del gobierno. Los ministros votaron si debía impedirse que aquello continuara; y ganaron los que, siguiendo a Azaña, se inclinaban por el «no»; que siguieran quemando. Porque no solo se permitieron los incendios, en pleno Madrid, a la luz del día y durante horas, como en Málaga, y resto de poblaciones afectadas al día siguiente, sino que lejos de castigar a los delincuentes que los perpetraron se les recibió con los brazos abiertos, cuando ellos quisieron hablar con el Gobierno. Y los periódicos de izquierdas convirtieron a las víctimas en verdugos: «En la prensa madrileña, Crisol, El Heraldo de Madrid, y El Socialista, se podía leer: “disparaban contra los obreros desde los conventos convertidos en arsenales”». Así atizaban ya el odio contra el clero; con el mito, absurdo y criminal, del “paqueo” (disparar), que curas, frailes y monjas hacían contra los defensores de la República. El mito que cinco años más tarde servirá como coartada para asesinarlos, como ocurrió en el caso de las adoratrices refugiadas en un piso de la madrileña Costanilla de los Ángeles: todas muertas, ¡las 23!, la mayoría, enfermas y ancianas, sin juicio, por supuesto, “por haber disparado, desde sus ventanas, contra los milicianos” …
De la misma manera, en tiempos de la Regencia de María Cristina, en 1834 corrió el rumor de que los frailes habían envenenado el agua de las fuentes y que ésta era la causa de la epidemia de cólera surgida. Se asaltaron conventos y se asesinaron a 73 frailes, los “descontrolados” gritaban una cantinela muy curiosa mientras asesinaban a los religiosos: “Muera Carlos, viva Isabel, Muera Cristo, viva Luzbel”.
Esta misma acusación se produjo en Manila en 1827 y en París en 1831. En ambos casos se culpó a las sociedades secretas y a la masonería. Culpa muy bien fundamentada, por cierto. Martínez de la Rosa (uno de los padres de la constitución de 1812 y masón de grado 33), declaró antes de morir (así lo dice Menéndez Pelayo) que la matanza de los frailes fue preparada y organizada por las sociedades secretas (masones). Y el Padre Lesmes Frías, en su Historia de la Compañía de Jesús, dice también que desde mayo se oían voces de que había de haber en Madrid dos días de degüello. Algunas casas de religiosos tuvieron avisos de ello, pero no se atendieron. Por su parte, Gómez Aparicio dice que desde los primeros días de julio agentes masónicos y revolucionarios repartieron armas y dinero en los barrios más populares, Maravillas y Lavapiés. También Javier de Burgos, en sus Anales del Reinado de Dª Isabel II, dice que desde hacía algún tiempo se sabía en la superintendencia de policía, por avisos confidenciales, que los enemigos del orden trabajaban con empeño por exaltar los ánimos en contra del gobierno y obligarle a adoptar medidas que le desacreditasen, y que el avance del cólera les brindó la ocasión para ello.
Y Vicente de la Fuente dirá en su Historia de las sociedades secretas que estos sucesos fueron «una de las principales hazañas de las sociedades secretas», que obedecieron a una conspiración que «venía muy de atrás», que «el Gobierno la sabía y no podía menos de saberla», y que «los religiosos mismos recibían avisos reservados de familiares y amigos». En sus Memorias para escribir la historia contemporánea decía el marqués de Miraflores que, aprovechando la consternación general, «audaces conspiradores revolucionarios asesinaron despiadadamente a más de ochenta religiosos». Y finalmente, dice Jesús Longares Alonso refiriéndose a los tumultos ocurridos en Barcelona en julio de 1835, pero que podemos también aplicar a los de Madrid de 1834, que nos engañaríamos si los enfocáramos como un hecho aislado fruto exclusivo del odio antirreligioso; estos sucesos no serían sino un episodio, el primero, de toda una serie de sucesos callejeros que no finalizarán hasta la caída del gobierno del conde de Toreno y el asentamiento definitivo del gobierno de Mendizábal, masón, que tuvo mucho que ver también con la perdida de los virreinatos americanos.
Se puede ver claramente cómo hacen uso de la mentira para intentar justificar lo injustificable. La mentira para ellos es una herramienta. No sienten ningún escrúpulo moral a la hora de utilizarla en contra de quien sea, con el objetivo de conseguir sus execrables fines. Eso sí, muchos de ellos, al enfrentarse a la muerte, les ha venido una especie de lucidez moral, como ya explicamos bien en el artículo anterior. De hecho, la mayoría de las tropelías de la masonería las conocemos por masones arrepentidos a los que la conciencia atenazaba y contaron todo lo que se cocía y cuece dentro de esta secta destructiva (acosta incluso de poner en peligro su vida), que lleva varios siglos causando muerte y destrucción en el mundo entero, no solo en España. Aunque, cierto es, que a España le tienen un odio especial, por aquello de ser la nación que más ha exportado el Catolicismo. También hay que decir que la mayoría de los masones no sabe dónde tienen los pies puestos. Muchísimos han accedido a la secta solo por interés económico y social, solo un mínimo porcentaje de masones son los que dominan el cotarro y los demás están a su servicio. Estos primeros son los peligrosos, y son los que llevan a cabo ceremonias de adoración a Lucifer o a Baphomet. Por algo, la Iglesia Católica lleva cientos de años condenando la pertenencia a la masonería. Aunque estos astutos zorros también se colaron dentro de la Iglesia. Pero eso lo desarrollaremos en otro capítulo. En este, continuaremos hablando de cómo los masones tuvieron muchísimo que ver con nuestra guerra civil y más aún con la persecución religiosa. Sorprende mucho ver cómo muchos masones se acercan a la Comunión, y más aún, cómo sacerdotes que conocen su afiliación masónica, se la dan, ignorando por completo los documentos del Magisterio sobre este particular vigentes a día de hoy.
Sigamos, pues, con los acontecimientos que llevaron a la Guerra Civil Española. Tras la quema de conventos gratuita, nada más instaurada la Segunda República, los acontecimientos fueron empeorando. Comenta Bárcena en su libro La Pérdida de España lo siguiente: “Justamente ese año, el primero del nuevo régimen, un prestigioso prelado suizo, que gozaba de gran autoridad en la Curia romana, informaba al Vaticano, de una grave amenaza que se cernía sobre España. Era Monseñor Aurelio Bacciarini, administrador apostólico de la diócesis de Lugano, en el cantón de Ticino, que había sido superior general de los guanellianos (Siervos de la Caridad e Hijas de Santa María de la Providencia), durante años. Aquel verano hizo llegar al cardenal secretario de Estado, Eugenio Pacelli, un informe reservado donde manifestaba haber sabido «de fuente segura que la masonería en España estaba ocupando los puestos clave del poder político para controlar el nuevo Estado mediante una legislación abiertamente anticlerical».
También informaba del propósito de la secta de arrebatar la presidencia al católico Alcalá Zamora; cosa que no se lograría hasta cinco años más tarde, aunque se hizo de manera anticonstitucional; y “curiosamente”, con ello se aupaba a la jefatura del Estado al masón Azaña. Pero la legislación anticlerical empezó a redactarse de manera inmediata; y los «puestos clave» del Estado estaban ya en manos de masones desde el mismo momento en que se formó el primer Gobierno republicano. Aunque, como avisaba Monseñor Bacciarini, todavía podían aumentar su presencia en dichos puestos; y lo hicieron.
Naturalmente, esa omnipresencia masónica sería aprovechada para promulgar la legislación «abiertamente anticlerical», de la que hablaba Monseñor Bacciarini. No perdieron el tiempo los nuevos gobernantes: ya en la Constitución que se redactaba durante los primeros meses de su mandato, sentaron las bases para una serie de leyes que se desarrollarían enseguida para desmantelar a la Iglesia. Así se entiende que el primer proyecto constitucional estableciera la disolución de todas las Órdenes religiosas y la nacionalización de sus bienes. En el fragor del combate parlamentario, el propio Azaña dejó caer la sentencia que resumía el ideal republicano: «España ha dejado de ser católica»”.
Como vemos por las palabras de Bárcena, los fines anticlericales de la masonería republicana, no se ocultaron desde el primer momento. En diciembre de 1931, con la aprobación del texto definitivo de la Constitución, asestaron un importante golpe a la Iglesia. Veamos el punto 26 de dicha Constitución:
“Artículo 26.- Todas las confesiones religiosas serán consideradas como Asociaciones sometidas a una ley especial. – Una ley especial regulará la total extinción, en un plazo máximo de dos años, del presupuesto del Clero. – Quedan disueltas aquellas órdenes religiosas que estatutariamente impongan, además de los tres votos canónicos, otro especial de obediencia a autoridad distinta de la legítima del Estado. Sus bienes serán nacionalizados y afectados a fines benéficos y docentes (expulsaron a la Compañía de Jesús). – Disolución de las órdenes religiosas que, por sus actividades, constituyan un peligro para la seguridad del Estado. – Incapacidad de adquirir y conservar, por sí o por persona interpuesta, más bienes que los que, previa justificación, se destinen a su vivienda o al cumplimiento directo de sus fines privativos. – Los bienes de las órdenes religiosas podrán ser nacionalizados. – Los cementerios estarán sometidos exclusivamente a la jurisdicción civil. No podrá haber en ellos separación de recintos por motivos religiosos. – Todas las confesiones podrán ejercer sus cultos privadamente. Las manifestaciones públicas del culto habrán de ser, en cada caso, autorizadas por el Gobierno”.
Como se puede observar, eso era acabar con la Iglesia y controlar lo poco que quedase de ella. Cumplían con ellas los tres anhelos básicos de la masonería de siempre: expulsar a los jesuitas, prohibir a la Iglesia la docencia y quedarse con todos sus bienes.
El que escribe siente la impotencia de no poder alargarse más en este artículo, y es consciente de que ha avanzado poco en la cuestión española en él. Pero este fenómeno masónico es mundial, y para poder comprenderlo bien, hay que dar una visión global del asunto. Hemos visto cómo La Revolución Francesa, La Guerra Cristera y La Segunda República tuvieron los mismos ingredientes masónicos, con los mismos resultados. No se trata de monarquía, no se trata de república, no se trata instaurar ningún sistema político… se trata de destruir la Fe de la gente, y no por medios didácticos, sino a través del asesinato y la maldad… ¿habrá algo más satánico?
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