Créame, señor lector, que con el “aluvión” de pesimismo que nos aqueja, aunado a la politización y banalización (ambas cosas) de todo tema que uno intenta desarrollar, es permisible por un momento dejar la mente reposada y el ánimo sereno, y escribir solamente por el hecho de hacerlo, por el placer de dejar que la mente juegue con un tema a desarrollar –ejercicio que muy difícil era en mis días universitarios, pero que cada vez valoro más desde que la cátedra opositada me permitió el ejercicio docente–. Por ello, ruégole no me juzgue con severidad si hoy me centro en un tema que, inane en apariencia, tiene su repercusión muy concreta en la vida cotidiana.
En los días presentes, sobrellevando la carga histórica y sociológica que nos han dejado los pensadores, ideólogos y filósofos de las épocas posteriores al Renacimiento, una constante corriente antimetafísica ha colmado gran parte de la reciente especulación filosófica, pedagógica y social. La metafísica –es, siguiendo etimológicamente el término aristotélico–, metá tá physiká, lo que está más allá de lo meramente físico, pero que no por ello es menos real. De hecho es la ciencia filosófica que estudia la realidad en base a sus primeros principios –y de ella derivan eminentemente la Filosofía Natural y la Teología Natural, es decir, la aplicación de esos principios a todo lo creado y a su Creador–.
A partir del filósofo francés René Descartes, con su división artificial ya preparada en la Historia –entre otros, por el conceptualismo y el nominalismo–, la metafísica ha sido muchas veces entendida como algo superfluo, vacuo, carente de significado. A raíz de la separación entre «fe» y «razón» –separación falsa, pero conseguida en la educación, la convicencia y la reflexión actual–, la Metafísica ha quedado vinculada a la primera, y el pensamiento contemporáneo no desea sino su desaparición.
“Lo que no se puede decir, se debe callar”. Pareciera eslogan de las corrientes políticas ideológicas en boga, pero no lo son. Aquí están las palabras que anuncian la muerte de la Metafísica en el mundo contemporáneo. Son palabras de uno de los más grandes filósofos del siglo XX, Ludwig Wittgenstein. Son palabras dirigidas a los que buscan todavía el sentido de la vida en un mundo dividido por el gran maestro de los sueños, René Descartes, con su contribución copernicana de la distinción entre «pensamiento» y «expresión» en la filosofía, que empezó todo el debate sobre el mundo decepcionado de lo sobrenatural tras la muerte de Dios en el existencialismo –y que redujo al hombre al angst, angustia existencial–.
Con la muerte de la Metafísica, se quita gran parte de la basura en la mente. Libres estamos de las construcciones mentales impuestas por los filósofos clásicos. Con la negación de todo pensamiento metafísico, estaríamos sanados de la enfermedad que ha plagado la mente humana durante los siglos. Ya no existe el sentido de la «causa» o «efecto» –como lo ha demostrado ya la contingencia de la ciencia física en los ensayos de Thomas Khun, por ejemplo–. Ya no se habla de la esencia en Filosofía, ni de un fin último, o la palabra vacía necesidad. Todo se hace subjetivo y contingente en el mundo cuantitativo –o sea, que todo es relativo y opinable, y se aplica por igual a concepciones fantasiosas como el “género biológico”, “ecosostenibilidad”, “transversalidad holística” y burradas del mismo calibre que mentecatos con acceso a un diccionario de neologismos y arcaísmos han querido inventar para imponer en un mundo “líquido” (otro concepto aborrecible, por la fluidez de que lo que hoy es mañana no y pasado mañana quizá)– . Así, el sentido de la vida se transforma en el sentido de “mi” vida, olvidando la sociedad, la Patria, la fraternidad o la convivencia. “Todo por el interés”, podríamos resumir. Así es la gran contribución del genio de Descartes en la Filosofía.
En consecuencia de lo anterior, la religión, la moral, toda filosofía y toda ciencia caen en el abismo. Nace así la “filosofía del caos” o la “cultura de la muerte”. Lo que queda es sólo una reducción de la especulación humana en análisis de palabras, exégesis y hermenéutica de la vida cotidiana. Frente al vacío, está el comportamiento esquizofrénico de los pensadores contemporáneos producido por el dualismo cartesiano y el “juego de palabras” wittgensteiniano; la Filosofía se reduce, como la Historia ya ha demostrado, a la lógica matemática o a un mero proceso de comprender el mundo, cuando no a un simple modo de enunciar las cosas ya desfasado, sin significación propia.
En la filosofía contemporánea y su cosmovisión –si es que merece el honroso nombre de ‘Filosofía’–, ya no sólo se considera que Dios ha muerto con el fallecimiento de lo metafísico, sino que el hombre es dios de su destino y autor de la Historia (hasta de la «falsi-memoria histórica y democrática» de algunos “lumbreras” de la zona siniestra). Pues con la filosofía cartesiana-analítica se busca la vocación, el sentido de la vida de cada hombre en las exigencias concretas de cada día. La antropología tradicional cristiana pierde su significado. El hombre se conoce a sí mismo en su estar con los demás. Como ha insinuado el filósofo Marcel, su identidad personal se reduce a lo que dice en la convivencia cotidiana. Y la vida se transforma en su “palabra”.
Si es cierto que la Metafísica ha muerto, o que ha perdido su vigencia, entonces toda la ciencia, la técnica, e incluso todo arte, ha quedado vacío, no sólo de significación (ya que sería algo meramente en-sí, para-sí, a expresión de Sartre), sino de propia existencia, por la vacuidad en la que le sume la carencia absoluta de referencias fundamentales. Y es que, ¿cómo podríamos imaginarnos, sin ayuda de la metafísica, una representación tan real de algo tan común como un montón? Si nos planteamos este ejemplo, veremos que no hay empíricamente un montón si no es un montón de algo concreto. No basta la mera definición conceptual (que sería volver otra vez a hacer una metafísica, semántica, pero metafísica al fin y al cabo) para aclararnos: necesitamos el sostén que nos da la fundamentación última de la existencia de lo real.
Y puestos a poner más ejemplos, ¿cabria la existencia de la ciencia sin conceptos tan elementales (¡metafísicos!) como materia, espacio, forma, peso, superficie, cantidad, y un larguísimo etcétera? No hay por qué continuar. La Metafísica, pues, en palabras de Aristóteles, es la ciencia de lo real, es la fundamentación última de nuestra observación, y no hay verdadera praxis (en su sentido etimológico, en relación a tejné, la técnica) si no está presente la Metafísica.
No ya sólo nos podríamos referir a la Metafísica transcendental, sino que partimos de aquellos que niegan las más elementales nociones de toda Metafísica, sin darse cuenta que niegan, en cierto modo, la comprehensión y la capacitación del hombre para llegar a alcanzar el conocimiento. No nos extrañe estar en una sociedad “borrega” (o conformada por seres humanos imitadores de tales ovinos). Si estudiamos la Gnoseología de autores tan preclaros como Aristóteles, Tomás de Aquino, Etienne Gilson, Leonardo Polo, e incluso parte de la fenomenología husserliana, veremos que no hay otro fundamento firme que no sea el realismo metafísico. Y así nos lo confirma también la historia de la filosofía, al hacernos ver cómo las teorías que se han abstenido de pronunciar la verdad de lo real (escepticismo, platonismo, conceptualismo, empirismo…) han acabado en un completo fracaso (si no en la práctica, ya que la estupidez y la ceguera siempre han logrado más adeptos que la realidad y la luz, sí en la sistematización conceptual: es un barco que naufraga). Y puestos a buscar un fundamento cierto, visible, real, no podemos dejar de lado la fe, que es verdadero conocimiento en cuanto que es revelado por Dios, Autor inefable que no engaña.
Gracias por su paciencia, señor lector, si es que ha conseguido llegar a esta reflexión final. En definitiva, nos vemos abocados a elegir entre la distopía o la fortaleza moral. Me quedo con lo segundo, puesto que apostar a lo primero es perderlo todo, perder vida, inteligencia y alma. ¿Qué elige usted?
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