Nos agobia, aburre y dificulta movernos entre conceptos, mi estimado señor lector, porque implican un esfuerzo de la actividad racional que solo es grato al que tiene interés, a quien busca conocer y a aquellos a quienes importa el tema que se expone. Por ello, antes de iniciar esta tercera entrega, me disculpo si los párrafos subsecuentes son algo áridos; le aseguro que merece la pena el esfuerzo dedicado a ellos, porque podremos refutar a quienes intentan violentar todo lo que es bueno, justo, verdadero, sacro, bello.
La dignidad propia del hombre –del ser humano, si lo prefiere– es un valor singular que fácilmente puede reconocerse. Lo podemos descubrir en nosotros o podemos verlo en los demás. Pero ni podemos otorgarlo –por muchas leyes en favor del cuidado animal o las teorías de la ficción de la personalidad jurídica–, ni está en nuestra mano retirárselo a alguien –aun cuando se trate de un aberrante terrorista de la ETA, un nefasto presidente de gobierno o cualquier integrante de la patulea destructiva que controla el poder hoy en día–. Es algo que nos viene dado. Es anterior a nuestra voluntad y reclama de nosotros una actitud proporcionada, adecuada: reconocerlo y aceptarlo como un valor supremo (actitud de respeto) o bien ignorarlo o rechazarlo.
Este valor singular que es la dignidad humana se nos presenta como una llamada al respeto incondicionado y absoluto. Un respeto que, como se ha dicho, debe extenderse a todos los que lo poseen: a todos los seres humanos –aunque, reitero, en muchas ocasiones nos cuesta auténtica violencia interna poder respetar a quien irrespeta todo lo bueno–. Por eso mismo, aún en el caso de que toda la sociedad decidiera por consenso dejar de respetar la dignidad humana –pareciere que por ese camino vamos–, ésta seguiría siendo una realidad presente en cada ciudadano. Aun cuando algunos fueran relegados a un trato indigno, perseguidos, encerrados en campos de concentración o eliminados, sometidos a dictaduras, hambre y vejaciones, este desprecio no cambiaría en nada su valor inconmensurable en tanto que seres humanos.
La primera actitud que sugiere la consideración de la dignidad de todo ser humano es la de respeto y rechazo de toda manipulación –puesto que es un insulto a la inteligencia humana la violencia, engaño, dolo y atropello que comporta ser “mangoneado”, pese a que lo estamos permitiendo increíblemente por parte del poder estatal–. Frente a esta actitud de respeto no podemos comportarnos como nos conducimos ante un objeto, como si se tratara de una “cosa”, como un medio para lograr nuestros fines personales. Podríamos formular el principio del respeto de la siguiente manera: «En toda acción e intención, en todo fin y en todo medio, trata siempre a cada uno –a ti mismo y a los demás– con el respeto que le corresponde por su dignidad y valor como persona».
Todo ser humano tiene dignidad y valor inherentes, solo por su condición básica de ser humano. El valor de los seres humanos difiere del que poseen los objetos que usamos. Las cosas son reemplazables. Los seres humanos, en cambio, tienen valor ilimitado puesto que, como sujetos dotados de identidad y capaces de elegir, son únicos e irreemplazables –y no me cansaré de recordarle y recordarme que, aun cuando hay seres humanos apenas merecedores de recibir tal calificación humana, siguen siendo acreedores de su dignidad–. El respeto al que se refiere este principio no es la misma cosa que se significa cuando uno dice: “Ciertamente yo respeto a esta persona”, o “Tienes que hacerte merecedor de mi respeto”. Estas son formas especiales de respeto, similares a la admiración. El principio de respeto supone un respeto general que se debe a todas las personas.
Dado que los seres humanos son libres (en el sentido de que son capaces de efectuar elecciones mediante su mayor o menor inteligencia y su mejor o peor capacidad e intención), deben ser tratados como fines, y no únicamente como meros medios. En otras palabras: los seres humanos no deben ser utilizados y tratados como objetos, tal como el actual gobierno lo ha realizado en todo el tiempo de su mandato (y el que pudiere quedarle). Las cosas pueden manipularse y usarse, pero la capacidad de elegir propia de un ser humano debe ser respetada.
Un criterio fácil que puede usarse para determinar si uno está tratando a alguien con respeto consiste en considerar si la acción que va a realizar es reversible. Es decir: ¿querrías que alguien te hiciera a ti la misma cosa que tú vas a hacer a otro? Esta es la idea fundamental contenida en la “Regla de Oro”: «Trata a los otros tal como querrías que ellos te trataran a ti». Ésta no es una idea exclusiva de los cristianos. Más de un siglo antes del nacimiento de Cristo, un pagano pidió al Rabí Hillel que explicara la ley de Moisés entera mientras se sostenía sobre un solo pie. Hillel resumió todo el cuerpo de la ley judía levantando un pie y diciendo: «No hagas a los demás lo que odiarías que ellos hicieran contigo».
El respeto es un concepto rico en contenido. Contiene la esencia de lo que se refiere a la vida moral. Sin embargo, la idea es tan amplia que en ocasiones es difícil saber cómo puede aplicarse a un caso particular. Por eso, resulta de ayuda derivar del principio de respeto otros principios menos básicos.
Vale la pena hacer notar que, en ética aplicada, cuanto más concreto es el caso, más puntos muestra en los que puede originarse controversia. En esta área, la mayor dificultad reside en aplicar un principio abstracto a las particularidades de un caso dado. En consecuencia, convendrá disponer de formulaciones más específicas del principio general de respeto. Entre estos están los principios de no malevolencia y de benevolencia (que puede ser enunciado como: «En todas y en cada una de tus acciones, evita dañar a los otros y procura siempre el bienestar de los demás»), y el principio de doble efecto (que reza: «Busca primero el efecto beneficioso. Dando por supuesto que tanto en tu actuación como en tu intención tratas a la gente con respeto, asegúrate de que no son previsibles efectos secundarios malos desproporcionados respecto al bien que se sigue del efecto principal»).
El principio de respeto no se aplica sólo a los otros, sino también a uno mismo. Así, para un profesional, por ejemplo, respetarse a uno mismo significa obrar con integridad. Ser profesional no es únicamente ejercer una profesión –incluida la del oficio político, que, aunque no es una profesión sino una vocación, ya hay algunos auténticamente profesionales, puesto que jamás han dado “palo al agua”, yendo siempre de cargo en cargo) sino que implica realizarlo con profesionalidad, es decir: con conocimiento profundo del arte, con absoluta lealtad a las normas deontológicas y buscando el servicio a las personas y a la sociedad por encima de los intereses egoístas.
Otros principios básicosa tener presentes son los de justicia y utilidad. El principio de justicia se enuncia como: «Trata a los otros tal como les corresponde como seres humanos; sé justo, tratando a la gente de forma igual. Es decir: tratando a cada uno de forma similar en circunstancias similares». Lo que acaba de leer es precisamente lo que no hace el gobierno del Reino de España ni las administraciones autonómicas, puesto que tratan al “malo” como “héroe”, y al “bueno” como villano… ¡la razón de la sinrazón! La idea principal del principio de justicia es la de tratar a la gente de forma apropiada. Esto puede expresarse de diversas maneras, ya que la justicia tiene diversos aspectos. Estos aspectos incluyen la justicia substantiva, distributiva, conmutativa, procesal y retributiva.
A su vez, el principio de utilidad –en el sentido más correcto según la dignidad humana–, reza: «Dando por supuesto que tanto en tu actuación como en tu intención tratas a la gente con respeto, elige siempre aquella actuación que produzca el mayor beneficio para el mayor número de personas». El principio de utilidad pone énfasis en las consecuencias de la acción. Sin embargo, supone que has actuado con respeto a las personas. Si tienes que elegir entre dos acciones moralmente permisibles, elige aquella que tiene mejor resultado para más gente.
Así, la noción de “dignidad humana” se vincula con el “respeto incondicionado que merece todo individuo en razón de su mera condición humana, es decir, independientemente de cualquier característica o aptitud particular que pudiera poseer”. Según la conocida expresión kantiana, la dignidad es “algo que se ubica por encima de todo precio y, por lo tanto, no admite nada equivalente”; mientras las cosas tienen “precio”, las personas tienen “dignidad” –pese a los sobornos, chiringuitos, nepotismo, “dedazo”, “palancas” y análogos que existen y se multiplican por afinidad ideológica–. En otras palabras, la dignidad, como prerrogativa característica de las personas, es un valor absoluto que escapa por tanto a todo cálculo utilitarista de costos-beneficios.
Finalmente, para ultimas la cuestión de los principios, no puedo sino esbozar que en el campo específico de la bioética y del bioderecho, la exigencia de respeto de la dignidad humana asume en forma creciente un rol clave, para estructurar y dar su sentido último a todos los demás principios que gobiernan las actividades biomédicas. Algunos expertos no dudan en calificarla de “principio matriz” de las normas bioéticas y biojurídicas.
Sin embargo, este carácter omnicomprensivo y general de la noción de dignidad constituye también su punto débil, porque torna mucho más difícil, sino imposible, la tarea de definirla con precisión. Esto genera a menudo la crítica de que estaríamos ante una noción puramente retórica y vacía de contenido. Al mismo tiempo, esta aparente vaguedad del concepto da lugar a que en ocasiones se lo utilice con significaciones diversas y hasta opuestas, como ocurre, por ejemplo, en el debate sobre la eutanasia –u homicidio legalmente permitido, a mi juicio–, ya que tanto quienes critican como quienes apoyan esta práctica acuden a la noción de dignidad humana –bajo la denominación de un pseudo-derecho, denominado «derecho a una muerte digna», ya ve usted–.
Continuará…
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