Como bien sabe usted, estimado lector, en la actualidad se habla mucho de “inclusión”, lo cual parece algo bueno y positivo en sí mismo. Sin embargo, el problema está en que muchos entienden de manera muy diversa –y hasta contradictoria– lo que realmente significa. Incluso se ha llegado al grado de “inventar” un “lenguaje” –dicen algunos «neo-lengua»–, que, pretendiendo ser “inclusivo”, pertenece al campo de lo absurdo, banal y ridículo. O se “descubre” repentinamente algo que denominan “género”, sin darse cuenta que éste es para las cosas y la gramática, no para las personas (puesto que al conformarse en “ideología”, pierde toda legitimidad a la que pudiere aspirar una teoría o hipótesis), además de que la biología enseña que el ser humano es de naturaleza sexuada, no genérica. Pero… ¡vuelta la burra al trigo!
La lógica y la razón, utilizadas según el recto criterio natural, nos muestran perfectamente lo que es la auténtica y genuina inclusión, que consiste básicamente en la aceptación de todas las personas en el proyecto de conformación de una sociedad, basada en el respeto y la convivencia. Incluso, si me apuran, podría citar la carta del Apóstol Santiago, como referencia de milenios de antigüedad que nos exhortan a descubrir los valores que hay en todas las personas y a luchar contra la muy actual y real “cultura del descarte”. El tema va más allá de políticas e ideologías, puesto que incide directamente en el respeto a la dignidad humana.
A modo de ejemplo: el Apóstol Santiago denuncia con fuerza a los ricos. Surge entonces una pregunta: ¿en qué consiste la maldad del rico?, ¿en el hecho mismo de poseer bienes? Seguramente no, puesto que no es malo en sí mismo ser rico, ni las riquezas son nocivas en cuanto tales. Perversas son las actitudes de exclusión y de explotación de los ricos hacia los pobres: “El salario que ustedes han defraudado a los trabajadores que segaron sus campos está clamando contra ustedes… Han vivido en este mundo entregados al lujo y al placer, engordando como reses para el día de la matanza. Han condenado a los inocentes y los han matado, porque no podían defenderse”. La exclusión, la explotación, la discriminación y el desprecio a los pobres serán juzgados con rigor –al menos por la justicia divina, porque la denominada “justicia” humana pareciera tener otros derroteros nada justos–.
Por tanto, creo que es de raciocinio decir que no podemos aceptar a priori la exclusión y del descarte de las personas, ni tampoco tenemos por qué entrar en el juego de pretendidas expresiones de “inclusión”, que terminan por banalizarla y deformarla, como ocurre con el ridículo y aberrante “lenguaje inclusivo” que intentan “embutirnos” en las ideologías de moda –y justo ahora, mientras escribo estas líneas, salta en mi pantalla una notificación referente a que Alemania se acaba de sumar a Francia en el rechazo al “lenguaje inclusivo” en todas sus instituciones y organismos públicos…–. Pero le ruego me permita retomar el hilo de la exposición…
Sin duda alguna, a mi parecer, amable lector, la inclusión es uno de los aspectos más relevantes en la construcción de una sociedad más justa, humanitaria y fraterna, porque reconocemos en otro ser humano los mismos derechos que tenemos. Sin embargo, necesariamente toda inclusión implica exclusión al mismo tiempo, ya que quien se incluye (o es incluido) debe aceptar los valores, principios, tradiciones, lengua, etcétera, de donde busca estar (recordemos el refrán: “Allá donde fueres, haz lo que vieres”), sin que ello implique descarte alguno, o rechazo, sino aceptación y respeto mutuos y recíprocos.
Te aceptaré con tus ideas, aunque sean contrarias a las mías, mientras no rompas el pacto legítimo de convivencia y construcción conjunta de la sociedad justa; te respetaré en tus creencias más sagradas, mientras no ataques ni vejes las mías; toleraré incluso rasgos idiosincráticos tuyos que incluso me repugnen, siempre y cuando no impliquen un daño a nadie. Suena lógico, ¿verdad? Pues… las mentes cautivas (de ahí “mentecatas”, o sea, mentes captas en buen latín) de las ideologías “inclusivas” son las que más excluyen, desprecian y frivolizan lo propio, aun cuando sea aberrante a cualquier ente pensante –perdón, sé que no se han de pedir peras al olmo, pero se vale soñar…–.
Igual de abominable es la legislación que busca cambiar por decreto la historia, la cultura, la religiosidad, las sanas y hermosas tradiciones y costumbres que enriquecen a cada pueblo. Excluyen lo objetivo para incluir deleznables, despreciables, falaces y repugnantes ideologías de subjetividad. Así, los legisladores me recuerdan a un niño echando mano a un trabajo de costura de la abuelita, para ayudarle… (aunque al niño le presumo siempre inocencia, por su proceso cognitivo, su intención y su voluntad, algo que no haré con quien tiene la obligación y deber de conocer su responsabilidad al aceptar un encargo público de índole tan relevante). Una historia “inclusiva”… jamás existirá excepto en incluir lo más objetivamente posible los datos que las ciencias humanísticas y sociales nos proporcionan mediante el estudio (que no la ideología), la formación (que no la ignorancia), la rigurosidad (que no la demagogia) y la responsabilidad (que no la idiocia irreflexiva que tanto abunda por este noble Reino de España… y muchas otras latitudes).
La reflexión sobre los auténticos Derechos Humanos nos llama a vivir el respeto y la fraternidad hacia todas las personas, especialmente hacia las más vulnerables y menospreciadas por la sociedad, en la auténtica inclusión (no la ideológica, sino la vivida), en la que todos cabemos bajo el imperio de lo verdadero, auténtico y justo. Sin ello, jamás conformaremos una auténtica inclusión, ni social ni real.
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