Columna de La Reconquista | Francisco I el Globalista (Parte IV)

Culminaré la exposición de los dislates que Francisco I “el Globalista” está realizando en la Iglesia Católica, en los corazones de los fieles y en el depósito mismo de la Santa Tradición y el Magisterio de la Iglesia (perenne, aunque quiera trastocarlo, sin darse cuenta de que lo mismo que él establece lo podrá abolir uno de sus sucesores, al igual que con impúdica osadía ha desvirtuado el pontificado de su Venerable Predecesor Benedicto XVI).

Hemos repasado en forma muy somera el «globalismo ecológico», el «globalismo litúrgico» y el «globalismo legislativo» que ha impuesto, velis nolis, puesto que es la suma autoridad, en la Iglesia. Fáltanos terminar con el «globalismo jurídico» y el «globalismo judicial». La prueba irrefutable del primero ha sido, en estos últimos días, la intromisión en los Estatutos, Constitución y parte del carisma del Opus Dei –hago constar que no pertenezco a la Obra de Dios, pero que de ella he aprendido muchísimo, tengo santos amigos en ella y considero que es, en verdad, una fuente de santificación, aunque no sea mi carisma–. No es novedoso que todo lo que tenga el bonus odor Christi, el buen olor a Cristo (como dice San Pablo) parece que le molesta en grado sumo, como el hedor a azufre nos señala la presencia diabólica. Pues ahora, con la autoridad suma que detenta, parece que quiere enmendar la plana a los Santos Fundadores de todo carisma que no sea el del “pensamiento único” («global») que él quiere para la Iglesia. Hasta he llegado a pensar –y pido perdón por ello, puesto que hasta pareciere blasfemo– que corregiría el Sermón de la Montaña en presencia del propio Divino Maestro…

Pues bien, será medido con la misma medida con la que mide –¡y júzquele Dios con misericordia!–. Su “peregrinación penitencial” a Canadá para pedir perdón a los indígenas de aquellos lares por presuntos abusos clericales aun sin demostrar fehacientemente (cosa que, además, podría haber realizado por escrito, sin tanto gasto) no es sino una nueva manera de exponer no solo la falibilidad de la Iglesia en su componente humano (que la tiene, aunque no en el grado en el que se le retrata, y en el que las propias autoridades eclesiales se dejan retratar), sino también la debilidad del magisterio ordinario, que sin dejar de lado la misericordia (¡cómo olvidar la Encíclica Dives in misericordia, de San Juan Pablo II el Magno!), también tiene las llaves y potestad para proclamar lo que siempre se ha de transmitir: que la misericordia se ríe del juicio, y que el Magisterio está no para contentar a los hombres (que si el consumo de carne, que si el cambio climático, que si una vacunación es un acto de amor, etcétera), sino para glorificar a Dios, en la imitación de Cristo por la gracia del Espíritu Santo.

Dicho lo anterior, permítaseme acabar los dos puntos esbozados, referentes a cómo el ocupante de la Sede de Pedro ha utilizado su plena facultad judicial en la Iglesia para no proteger a los inocentes (¡qué decir del Cardenal Zen, de Hong Kong, tantas veces encarcelado y tan acérrimo defensor de los derechos de la Iglesia frente al comunismo chino, o del Cardenal Pell, de Australia, a quien se arrojó a los perros, incluso civiles, hasta que se demostró que la acusación por supuestos abusos sexuales cometidos y permitidos fueron todos un invento!), sino para evitar que sus “amigos y colegas” de juventud y de “apoyo” sean llevados ante la justicia o tuviesen las justas penas civiles correspondientes (por cargos de desfalco, abuso de poder e incluso omisión ante la abominable pederastia, y permítanme que el manto de la caridad cubra sus nombres). Eso sin mencionar los motu propia (así se les denomina a los rescriptos que emite por su propia autoridad) mediante los que facilita la nulidad matrimonial, dificulta las penas canónicas, modifica el Catecismo de la Iglesia y el Código de Derecho Canónico, suprime Asociaciones y Congregaciones a su arbitrio o deja en indefensión a creyentes con un carisma más tradicional.

Tras todo lo anterior (incluyendo las columnas precedentes sobre el tema), he de aclarar que no soy cismático, ni pretendo un cisma –discúlpeme, no soy del camino sinodalista que pretende cambiar la Tradición ni el dogma, no sigo ninguno de los aspectos propugnados por casi todos los “sínodos” locales que abogan por un falso empoderamiento femenino en la Iglesia (puesto que somos iguales ante Dios, solo varía nuestra forma de servir a Dios), o el régimen de laxitud sexual, no apruebo la ingente cantidad de ministros “closeteros” que salen de su “armario” para continuar un “ministerio” de difícil coherencia con la fe jurada–. Soy un católico más que ama a su Madre, la Iglesia, y que, al igual que hizo Catalina de Siena, ilustre Doctora de la Iglesia que se atrevió a contradecir al Papa por cobarde (¡tiempos aquellos de Aviñón!) me siento con el deber de decir lo que pienso, estudio y creo, rezo y medito ante el Señor, a aquél que es el Pontífice en estos momentos (aun cuando yo no tenga ni la santidad de Catalina de Siena ni el conocimiento de tantos Doctores).

Y aun cuando haya denominado “okupa” pontificio a Francisco I “el Globalista” (porque en verdad ocupa la Sede de Pedro), también debo decir que es legalmente Romano Pontífice (aun cuando la fórmula de abdicación de Benedicto XVI deje margen a la interpretación canónica de invalidez), y que si hiciere pronunciamientos ex cathedra los acataría con humilde y obsequioso asentimiento de mi voluntad (aunque no se atreverá a tanto, sabe que juega con su propia condenación, si bien personalmente no sé en cuánto la valora). Creo que es un mal Papa. Considero que es ambiguo, pedante, laxo con el fuerte y duro con el débil, intolerante, orgulloso y cerril, pero… también los ha habido similares o peores en la Historia de la Iglesia, y ésta, que es eterna, ha prevalecido y prevalecerá. Desde el sacrilegio de Agnani (contra Bonifacio VIII) hasta el imprisionamiento de Pío VII por Napoleón, pasando por el secuestro de Clemente VII o el encierro de Pío IX, ¡cuántas cosas no hemos padecido! Papas niños y simoníacos en la Edad Media, Papas lujuriosos y Papas guerreros en el Renacimiento, etcétera, y la Iglesia, Una, Santa, Católica, Apostólica (y Romana), como la Barca de Pedro, sigue (y seguirá) sin hundirse.

Hemos de tener paciencia, hemos de orar más, hemos de mantener la esperanza de que todo mal tiempo tornará a bueno, porque, como dice el Apóstol, hemos de alegrarnos aunque de momento tengamos que padecer en diversas pruebas. Esas no faltan… Y nos animaría, sin duda, una valiente jerarquía, con el Papa a la cabeza, que dieran fiel testimonio de arrojo, testimonio y ejemplo. Si el Espíritu Santo así lo permite, ha de ser para algo mucho mejor de lo que actualmente tenemos. Que no se turbe ni decaiga nuestra fe, que está puesta en Cristo. Lo demás es pasajero… Por lo tanto, mi estimado lector, cierro este tema, doloroso aunque necesario, a mi parecer, encomendándome también a sus oraciones. ¡Viva Cristo Rey!

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@LaReconquistaD

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