Emulando a Fray Luis de León, señor lector, con su “decíamos ayer…”, díjele a usted que en esta tercera entrega sobre Francisco I “el Globalista” daríamos un somero vistazo a cómo el representante temporal de la Sede de Roma (aun prefiriendo su servidor designarle “el okupa del Vaticano”, pero no es el tema) ha instalado en forma de “dictadura perfecta” –una película que recomiendo vivísimamente a usted visualizar, para que luego me diga si cualquier coincidencia con la realidad es solo apariencia– el insidioso globalismo dentro de la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana, la única y verdadera Iglesia (¡dispénsenme los hermanos de otras confesiones, pero a la Historia me remito, puesto que de la vid que es Cristo brotó su Iglesia sub Petro et cum Petro, y el resto, aun cuando mayor o menormente bienintencionados, son cismas y/o herejías!).
Una de las características del globalismo es la imposición de un pensamiento único. Quizá por ello es un caldo de cultivo perfecto aquél que se basa en la creencia dogmática y fiducial (como lo son las religiones), y específicamente el Cristianismo, puesto que de antemano conlleva una visión de bondad, humildad, obediencia y mansedumbre (virtudes que hacían rechinar los dientes a Nietzsche, y, desde luego, lo siguen haciendo a Satanás) que no poseen otras religiones como la judía (ahí queda el “ojo por ojo”), la musulmana (la vida, enseñanza y ejemplos del Profeta son tan antitéticos como una “deslumbrante noche”) o la budista (que de hecho ni es religión, al ser atea).
Y es que, sometidos a la obediencia del mandato del amor (tanto a Dios como al prójimo), también los católicos nos hemos mantenido en el sistema jerárquico teocrático (o sea, que Dios es quien manda por medio de la jerarquía que elige –o permite que sea elegida– para hacer presente su mensaje en el mundo). Así, el Derecho Canónico nos recuerda que la persona del Sumo Pontífice reúne en sí el poder legislativo, el ejecutivo y el judicial (aun cuando puede delegar en forma vicaria alguno de ellos según su gusto), al igual que nos recuerda que el Romano Pontífice puede anular o contravenir cualquier disposición tomada por sus Predecesores, siempre y cuando mantenga la fe y las costumbres; por ello, diferenciamos «magisterio extraordinario» (ejercido ex cathedra por el Sucesor de Pedro, con o sin Concilio que le aconseje) del «magisterio ordinario» (el pensar o decir particular de cualquier obispo o papa), la «Tradición» (con mayúscula, aquélla que proviene desde los Apóstoles y es inmutable) de la «tradición» (con minúscula, aquélla que proviene de concepciones humanas y puede modificarse), etcétera.
Francisco, el dulce, humilde, pobre, manso y renovador –léase, por favor, todo con ironía– ejerce en forma despótica las facultades que posee en el cargo, sometiendo a obediencia y no dudando en golpear más fuerte al más débil. Por ello, de un plumazo, Francisco I “el Globalista” ha acudido al «globalismo litúrgico» para derogar los motu proprio de San Juan Pablo II el Magno y de (San) Benedicto XVI respecto a la permisión de las formas variadas de culto litúrgico –especialmente las que no se ciñen ni agotan en las invenciones de la Sacrosanctum Concilium, del Concilio Vaticano II–, tildando con nula caridad de “retrógrados”, “nostálgicos” y hasta “tendentes cismáticos” a quienes solo quieren rezar con las fórmulas que desde el Concilio de Trento han estado vigentes. ¿En qué le molesta? Pues… en que su belleza, profundidad, misterio y sublimidad no pueden ser condensados en 15 minutos del globalista novus ordo, “nuevo orden” (¡vaya, me suena la expresión!), el Misal posterior al Concilio Vaticano II y los nuevos ritos sacramentales promovidos por caterva de masones eclesiales (una contradicción del tamaño universo, pero innegable… ahí estaban Bugnini, Villot y los de la lista Pecorelli).
Así ha acudido al «globalismo legislativo» (que como recae solo en él y en su voluntad), para pasar el rodillo ante el que, aun bajo inspiración del Divino Espíritu, piense diferente a él. Por ello, prohíbe la ordenación sacerdotal de los que llama “tradicionalistas” (en EEUU, Italia, Francia, España, etcétera), suprime o pone bajo “supervisión” las Asociaciones de Fieles e Institutos de Vida Religiosa más “conservadores”, dándole lo mismo si se trata de la Soberana Orden de Malta o si son los Hijos de San Juan, pasando por Lumen Christi o por los Oblatos, puesto que ya ha prohibido la creación de asociaciones de derecho diocesano (¡jamás en la historia de la Iglesia había hecho Papa alguno cosa similar!, puesto que siempre se ha reconocido que el Espíritu sopla donde quiere y como quiere), y suprimido ya más de 129 instituciones religiosas. Es algo curioso, ya que por una parte invoca un camino “sinodal” para ser «inclusivo» y por otro aplasta con martillo “pontifical” al que reza según ritos sancionados por la misma Iglesia… Así, documentos pontificios han modificado el Catecismo de la Iglesia Católica (en lo referente a la guerra justa, por ejemplo) aun cuando lo promulgase San Juan Pablo II (que lo hizo cardenal, ironías de la vida), el Código de Derecho Canónico y las disposiciones de gobierno de la Curia Romana (que dejaron perfectamente instituidos los dos últimos Pontífices, pero que molestan mucho para que su sucesor sea “a dedo”), los propios nombres de las Congregaciones (ahora Dicasterios) y sus prefectos (jugando con el «feminismo inclusivo», ya que ahora una dama puede presidir el Dicasterio para los Obispos, cuando ni es obispo ni le faculta el orden sagrado, solo un poder vicariamente concedido por un mentalmente ególatra “okupa”).
Al mismo tiempo que “unifica” (según él, porque otros diríamos «globaliza»), incurre en el globalista silencio cobarde y la muy globalista contradicción. Me explico. El «globalista silencio cobarde» es callar siempre que lo que sucede no es del gusto particular, puesto que incluso al mismo argumento se acudió para condenar a Cristo (“conviene que uno muera por el bien de todos”). Así, atronará contra el aborto, pero no dirá nada sobre el abortista y abortivo (Biden o la Pelosi, la Harris o quienquiera) cuando se acerquen a recibir el Santísimo Sacramento del Cuerpo y Sangre del Señor (aunque sus autoridades primarias eclesiales se lo hayan prohibido). Condenará el relativismo moral pero abrirá sus paternales brazos inclusivos a toda gama de «preferencias» de los hijos de Dios. Gritará contra los abusos cometidos por antiguos católicos en Canadá contra los aborígenes (ahora está en ello), pero nada dirá contra los abusos cometidos por los cargos nombrados por él mismo (y la lista va siendo larga, porque, como no se le pueden pedir responsabilidades, va por la libre). Condenará (como hacemos todos) la pederastia (laical y clerical), pero dejando entreabierta la puerta para que el pedófilo pueda recibir los Santos Sacramentos, porque, según sus palabras, “¿quién soy yo para juzgar?”… Pues nada más o menos, si es en verdad el Sucesor de Pedro, Vicario de Cristo, es quien tiene las claves regni coelorum, las llaves del Reino de los Cielos, para atar y desatar. Simple. Pero, claro se ve ya, D. Bergoglio ata muy bien a su persona sus intereses y desata magníficamente de la Iglesia los intereses del Divino Maestro… Más vale que Éste es quien siempre triunfará…
Continuará…
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