En continuidad con la columna anterior, amable lector, es mi intención exponer hoy las dimensiones que tiene el aspecto de la religión y su profesión, para que siempre podamos distinguir su ejercicio, uso y derecho –o su abuso, intolerancia y defecto–. Reitero a usted que no es grato para muchas personas tocar este tema, mas la necesidad sigue siendo imperiosa en la actualidad, cuando la religión, la familia y la vida están bajo ataques genocidas…
Por ello, como terminaba la anterior columna, señor lector, dado que en la medida en que la religión es un proceso humano, tiene que abrazar todas las dimensiones del ser humano, hemos de analizar la conexión entre la religiosidad interior y las dimensiones objetivas de la religión.
Es evidente que en la conducta religiosa del hombre el acento se carga sobre la interioridad, sobre las relaciones espirituales. De hecho, una religión muere porque se convierte en algo puramente objetivo, es decir, porque deja de ser expresión de una interioridad subjetiva. Pero el hombre está delante de la divinidad no sólo en una dimensión de su realidad humana, sino en cuanto que es hombre. También en su referencia a lo divino sigue siendo lo que es como hombre; no un alma espiritual encerrada en el cuerpo humano como en una cárcel —manteniendo el férreo dualismo de Platón—, sino como una unidad originaria de cuerpo y alma.
La existencia humana no se realiza como mera interioridad: la existencia humana se realiza como un “estar en el mundo mediante su cuerpo”. Lo interior informa al cuerpo; la actitud interna se manifiesta en la acción y el movimiento; sentimientos y propósitos se manifiestan en los gestos y en las facciones del hombre. La interioridad del hombre se sirve de facultades exteriores no como de realidades independientes de la misma sino como de algo que le pertenece.
Por ello, la relación de la persona con Dios necesita, para ser vivida por un hombre que es de condición pluridimensional, corporal y objetiva, segregar unas actividades específicas en las que se manifieste. El reconocimiento personal de Dios necesita manifestarse en diversas mediaciones y expresiones, que constituyen el lado visible de la vida religiosa. Cuanto más originaria es la forma en que el hombre realiza su propia existencia, tanto más íntima es la unidad de interioridad y exterioridad, tanto más inseparables resultan ambos lados. Las formas de expresión hacen patente la interioridad y la revelan a otros hombres; pero a su vez ejercen una acción de clarificación, afianzamiento, intensificación y estímulo sobre la interioridad.
La religión –o el fenómeno religioso, si lo prefiere usted– no se agota en la pura intimidad subjetiva, sino que se realiza en formas de expresión perceptibles; lleva siempre un cuño sensible-corporal, porque también en ella se muestra que la dimensión externa e interna del hombre no están relacionadas entre sí de un modo puramente externo, sino que forman una unidad interna y cooperan orgánicamente en todos los procesos internos y externos: “La conmoción terrible que la experiencia de lo divino provoca en el hombre le hace doblegarse en su gesto, le hace caer de rodillas; la conciencia de la propia indignidad frente a lo divino le hace humillar la vista y golpearse el pecho; el deseo de salvación extiende sus brazos; la salvación experimentada en su encuentro con lo divino le hace prorrumpir en gritos de júbilo y acción de gracias”. Tan plurales como los actos que se desencadenan en el interior del hombre son las formas de expresión en que se realizan.
Por lo que respecta a la conducta religiosa, cuenta también lo dicho acerca de las relaciones de las dos vertientes de interioridad y exterioridad; también aquí el interior determina la conducta externa y confiere su sentido a las formas de expresión. Ni éstas representan una tarea pesada para la religiosidad subjetiva, sino más bien una forma configuradora, que le proporciona apoyo, duración y hondura.
Estas manifestaciones son necesarias, pero no lo determinante para la identificación de lo religioso. Teóricamente es posible que existan ceremonias de todo tipo, externamente identificables como «religiosas» por pertenecer a una tradición religiosa, pero vaciadas de contenido religioso, y a la inversa, cabe una relación religiosa auténtica que pugna por abrirse camino a través de mediaciones todavía no identificadas históricamente como religiosas. El criterio para distinguir cuándo algo es religioso o no se deduce fácilmente de la definición que se ha ofrecido: serán religiosas las actividades en las que el sujeto expresa su relación recta con la realidad suprema, a Dios. Cuando esta relación falta, las actividades —aunque materialmente pertenezcan al mundo de la religión— sólo serán religiosas en apariencia.
De manera muy especial hay que advertir que las relaciones entre la interioridad religiosa y su realización externa pueden derivar hacia lo banal, porque las formas religiosas externas son, en general, más fáciles de cumplir y menos exigentes que sus correspondientes actos internos. Las formas de expresión religiosa fácilmente pueden realizarse sólo de un modo externo, hasta el punto de que ya no estén animadas por los actos internos a los que se ordenan como medios. Por ese camino la esencia de la Religión degenera en su completa negación, bien porque los medios de expresión religiosa se ponen al servicio de un objetivo distinto del religioso, bien porque funcionan con fines egoístas o porque se explotan en un sentido mágico.
Ni deja tampoco de afectar a la conducta religiosa el que el hombre, cuando lleva a cabo su relación con lo divino en esa dimensión sensible-corporal de su existencia, se exponga también a las influencias de lo que es producto de la naturaleza, la sociedad y la historia.
Junto a la dimensión concreta corpórea, la dimensión social es un aspecto esencial de la existencia humana. Se manifiesta en el deseo del hombre por participar y pertenecer a una comunidad y en su miedo al aislamiento. El hombre no es un ser social por propia decisión, sino por naturaleza. No es posible vivir humanamente sin estar inserto en unas relaciones sociales. El “coexistir” del hombre con otros no es un mero añadido; el hombre más bien está constituido de tal modo que sólo a través del coexistir con otros puede realizarse a sí mismo.
También la conducta religiosa está determinada socialmente y referida a la sociedad. El hombre necesita entenderse con otros en el campo religioso y saberse de acuerdo con ellos. Al ser la religión un acto plenamente humano, deja de ser una manifestación subjetiva puramente privada y se inserta en la vasta convivencia de los hombres.
De ahí que el proceso religioso del individuo se desarrolle hasta la manifestación pública de una comunidad religiosa en la que aquél está inscrito. Es la comunidad religiosa la que suscita, desarrolla, sostiene e informa la conducta de cada miembro de esa comunidad, como –a la inversa– la eficacia de la respectiva comunidad religiosa se nutre de la autenticidad y fuerza con que alienta la conducta religiosa de sus individuos. Y cuando un individuo, en virtud de la peculiar experiencia religiosa que a él personalmente se le ha comunicado, sale de la comunidad religiosa en la que hasta entonces había vivido, vuelve a sentirse impulsado a testimoniar esa su experiencia ante otros hombres, invitándolos a que se adhieran a él. El hombre experimenta el misterio divino no como algo a lo que sólo él puede pretender el acceso sin incorporar también a sus semejantes.
La huella social de la religiosidad del individuo depende en buena parte de la acción que los hombres con especiales dotes religiosas ejercen sobre otros. Aunque toda religiosidad tiene sus raíces en el estremecimiento subjetivo que lo divino produce, tal religiosidad no la viven todos de la misma manera. El hombre religiosamente menos dotado necesita de un guía; tal vez tenga que empezar por ser llevado de su dispersión a un recogimiento interior, tal vez tengan que abrírsele los sentidos para que pueda conocer la verdadera importancia de los fenómenos religiosos y percibir así la sacudida de lo divino.
Si el proceso religioso del hombre –en virtud de la dimensión social del ser humano– se desarrolla hasta la manifestación pública de una comunidad religiosa, y si toda convivencia ordenada tiene como supuesto y como secuela los hechos sociales antes mencionados, eso significa en concreto también que la religión implica un proceso en el curso del cual se forman, para la respectiva comunidad religiosa, unos dogmas y símbolos fijos capaces de ganarse el asentimiento general, se desarrollan determinadas normas religiosas de conducta y actuación, los individuos asumen determinadas funciones que acaban cristalizando en roles y posiciones precisas y se establecen formas determinadas a fin de poder transmitir las doctrinas de la fe, las normas y valores a otros hombres y a la generación siguiente. En síntesis: cristaliza de un modo perfectamente definido la forma en que ha de discurrir la vida religiosa en la comunidad. E inevitablemente, por supuesto, se llega a la institucionalización de la religión.
La fuerza sugestiva que poseen las formas de expresión, los modos de comportamiento y los roles institucionalizados contribuye a despertar la vida religiosa del individuo, le da apoyo y firmeza al tiempo que la preserva de estrecheces y parcialidades subjetivas. Pero tal institucionalización comporta también ciertos peligros: puede provocar un proselitismo adocenado y fomentar una piedad puramente externa, que ahoga la religiosidad personal. Más aún, se ha de conceder que el proceso religioso personal siempre experimenta ciertas tensiones con la institucionalización religiosa. Y ello es así porque tal proceso religioso –en el que se trata de que el hombre acepte personalmente como real lo divino supramundano con plena confianza– siempre ha de precaverse contra el peligro que viene dado con cualquier institucionalización: que la esencia transcendente del proceso fundamental se ahogue o pierda en las formas de la institución, que sirva a la misma y no a lo divino –que está por encima de cualquier religión institucionalizada y por encima de todo lo mundano–.
Sin embargo, lo anterior no quita importancia a la institucionalización, que es necesaria para que la vida religiosa se realice como un acto plenamente humano, se consolide y afiance, y al mismo tiempo continúe transmitiéndose en la dimensión que continuaremos analizando, si le parece, dilecto lector, en la siguiente entrega…
CONTINUARÁ…
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