42 años después, España al borde del abismo

El pasado domingo 6 de diciembre España celebró 42 años de la aprobación de su octava Constitución. Acontecimiento señero que culminaba dos siglos de guerras civiles, indecible turbulencia e inestabilidad e inauguró una etapa de relativa calma social, aparente y frágil prosperidad y concordia.

La efeméride, más allá de los fríos fastos oficiales, transcurre en medio de un ambiente de creciente irritación social, miedo, incertidumbre y desazón frente a un futuro que se nos presenta francamente oscuro. Creo que no nos equivocaríamos afirmando que España está sumergiéndose cada día más en una depresión colectiva. Los indicios están en todas partes. Cansancio, apatía, una cierta anomia social, creciente delincuencia y consumo de drogas y, finalmente, una crispación nunca vista desde hace décadas.

Los españoles sienten que hay algo fundamental que ha dejado de funcionar en nuestro país. No es un sentimiento únicamente español, puesto que podemos encontrarlo en casi todos los países europeos y en Estados Unidos. Es más bien un síntoma de la entropía social en la que está inmersa nuestra sociedad y civilización europea, agravada por la idiosincrasia española.

Los motivos son más que suficientes para justificar tal desazón. En primer lugar tenemos que mencionar el paro estructural de más del 15%, ahora agravado con la crisis pandémica hasta alcanzar la cifra del 20% en términos generales y del 50% entre los jóvenes. Estamos ante cifras monstruosas, únicas en la Europa de los 15 y que en los países del norte de África provocaron hace menos de ocho años una auténtica ola de revueltas sociales y cambio político. Lo más exasperante en nuestro país es la ausencia de un debate profundo sobre la cuestión que sea capaz de abordar soluciones a largo plazo para el que, sin duda, es el mayor problema social de la nación.

En segundo lugar, y estrechamente vinculado con el primer problema, hay que aludir a la cuestión de la estructura productiva del país, demasiado dependiente, tal como hemos podido comprobar este año, del sector servicios, especialmente del turismo exterior. España tiene una gran tradición industrial que los sucesivos gobiernos de distinto color se han dedicado a dilapidar durante décadas con la privatización, desmantelamiento y cesión a capital extranjero de empresas clave en el sector automovilístico, energético, naval y minero. Quizás el ejemplo más conocido y paradigmático sea el de la SEAT, ahora en manos de Volkswagen.

También podemos mencionar el de ENDESA, en manos de la italiana ENI, o el de Iberia, bajo control de British Airways. En la mayoría de estos casos, por cierto, los respectivos estados nacionales conservan participaciones de control muy relevantes.

Es una grave equivocación creer que el estado no debe tener un papel clave en la orientación estratégica de la economía nacional, siempre en diálogo y cooperación con un dinámico sector privado. En este sentido, no hay que olvidar que la industrialización de todos los grandes países se ha hecho con la ayuda y activa participación del estado, especialmente en lo más atrasados como España, donde sin la intervención de éste habría sido imposible crear segmentos enteros industriales capaces de proveer al mercado nacional y competir a nivel internacional.

En tercer lugar, está el problema demográfico, especialmente grave en España y sin visos de solución en un contexto de crisis tan acuciante. España lleva más de treinta años con índices de fecundidad muy inferiores al nivel mínimo de reemplazo (2,1 hijos por mujer). Lo más sorprendente e indignante es que ningún gobierno central ha hecho lo más mínimo para tratar de enderezar una situación que pone nuestra supervivencia en serio riesgo. España, a diferencia de países tan dispares como Francia, Reino Unido, Austria, Rusia, Polonia, Suecia o Hungría no cuenta con una política familiar que ayude a estimular y mantener la natalidad en niveles aceptables de cara a asegurar la reproducción de la población y el sostenimiento del sistema de pensiones.

En cuarto lugar, España, tal como demuestran las acciones de los últimos años, no sólo es incapaz de controlar las fronteras meridionales frente a la enorme presión migratoria procedente del Magreb y del África subsahariana, sino que además no quiere hacerlo. Hay una renuncia generalizada, desde el Estado hasta la sociedad pasando por los medios de comunicación, a abordar con seriedad, serenidad y realismo la crisis migratoria en ciernes. Es absolutamente incomprensible que la población de un país con un 50% de paro juvenil, precariedad por doquier y un paro estructural del 20% tenga que recibir lecciones de tolerancia y solidaridad y acusaciones de xenofobia y racismo por parte de la mayor parte de periodistas y políticos por decir lo obvio, a saber, que España no necesita inmigrantes para pagar las pensiones y que un Estado con una deuda del 120% y un déficit de más del 10% estructural no puede hacer frente en condiciones justas para todos (por mucha solidaridad y buena voluntad que aplique) a la llegada constante y masiva de tal flujo migratorio sin colapsar el país.

En quinto lugar, España sufre un problema evidente de escasez de vivienda en las grandes ciudades fruto de una gestión casi inexistente a lo largo de treinta años en los que no se ha apostado ni por la creación de un parque de vivienda de alquiler social potente ni por un mercado de vivienda protegida ni por un aumento en la oferta de suelo edificable disponible.

El resultado es un nivel de tensión social en las ciudades que trae viejas reminiscencias de los años 30 en el campo andaluz, dominado por el conflicto entre propietarios y jornaleros y las recurrentes ocupaciones anarquistas de tierras. Y para acabar de añadir más leña al fuego, España es el único país de Europa donde el fenómeno de la ocupación ilegal de viviendas es justificado por miembros del ejecutivo y algunos partidos de la izquierda española. El nivel de surrealismo llega al paroxismo cuando el propio gobierno contempla impedir hasta 2022 el desalojo de los okupas en “situación vulnerable”.

En sexto lugar, nuestro país se enfrenta a una grave crisis territorial de varios niveles larvada en el tiempo. Ésta incluye los desequilibrios económicos crecientes entre territorios, la despoblación de amplias áreas del país desatendidas por autoridades regionales y nacionales, el fracaso del modelo autonómico y el problema de encaje territorial de Cataluña y País Vasco en el conjunto de España. Este último punto se explica no sólo por el dominio de los partidos nacionalistas catalán y vasco en dichas comunidades autónomas sino por la desaparición de un proyecto nacional común capaz de ilusionar a la mayor parte de la población.

Este hecho, que no es único de España y que también empieza a experimentarse en países como Francia, Alemania e Italia, es agravado por la propia dinámica centrífuga de España, especialmente fuerte en Cataluña y País Vasco. A ello hay que sumarle la divergencia de modelos territoriales defendidos por la derecha y la izquierda española y la renovada retórica guerra civilista que permea toda la política nacional desde los últimos diez años.

España va camino, y es lo que persigue la izquierda española y los nacionalistas vascos y catalanes, de transformarse en una confederación blanda en el marco de una Europa federal. Haciendo realidad, por otra parte, al viejo sueño de la élite alemana, la burocracia de Bruselas y los estamentos financieros e industriales europeos.

Finalmente, la situación de las finanzas públicas, el déficit desbocado, la desaparición del turismo como motor principal de la economía durante los próximos años, el pésimo trato del gobierno a la hostelería y el sector industrial, así como la ausencia de un proyecto de reconstrucción nacional que apueste por el estímulo de los sectores productivos, el impulso de la energía nuclear, el corredor central y la solución del problema de la vivienda y de la natalidad con medidas serias de apoyo a las familias hacen casi imposible pensar en una recuperación de España.

El futuro que nos espera es el de un país endeudado, en proceso de fragmentación social y territorial, crecientemente crispado, deprimido y absolutamente dependiente de los mandatos de la UE. Sería incluso lógico preguntarnos si España no va camino de convertirse en un estado fallido, en una simple carcasa en proceso de quiebra y descomposición a merced de los intereses transnacionales y de las oligarquías locales.

Justo cuando la historia se acelera, España parece salir de ella ¿Para siempre? Sólo el tiempo nos deparará la respuesta.

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